Durante la Baja Edad Media el Mediterráneo va perdiendo, de forma paulatina, su carácter de centro exclusivo del comercio europeo. La fachada atlántica cobra un impresionante auge. Los navíos unen el Mediterráneo con los puertos de Francia, Flandes, Inglaterra y el Cantábrico. Poco a poco, tímidamente primero y de manera vertiginosa más tarde, se desciende por las costas de África en busca de un nuevo camino hacia Oriente. Pero el descubrimiento, absolutamente imprevisto, de América, produciría un impresionante impacto en Europa, tanto desde el punto de vista económico (llegada en abundancia de metales preciosos), como desde el político (creación del Imperio español).
LOS MEDIOS Y LOS MÓVILES
Entre la serie de descubrimientos del Renacimiento cuatrocentista junto a la pólvora, el papel o la imprenta, debemos destacar los avances en el campo de la navegación: la brújula, el astrolabio, la sustitución de la galera mediterránea por la carabela… Ello permite alejarse de la costa y navegar a puntos cada vez más lejanos. Los científicos, por otro lado (Toscanelli), han llegado a la conclusión de la redondez de la Tierra.
Al mismo tiempo, el ascenso económico y cultural del siglo XV produce un mayor gusto por el lujo. Europa realiza una gran demanda de sedas, tejidos, piedras preciosas, perfumes, productos del Oriente, de China y la India. El veneciano Marco Polo había despertado el interés por otros mundos y otras culturas.
Las frecuentes sequías y la inestabilidad agrícola hacía que en el otoño los campesinos europeos sacrificasen gran número de reses. Había que conservar la carne de diferentes maneras. Hay así una gran demanda de sal; de la pimienta, muy utilizada, que procedía de Oriente y África occidental; de canela, jengibre y, sobre todo la más apreciada, la nuez; todos ellos procedentes del Asia.
En el XV hay una decadencia del comercio musulmán ribereño del Mediterráneo por el interés exhaustivo que muestran los turcos en sus empresas imperiales. Los cristianos, por otro lado, sueñan (es un sueño de marcado carácter hispánico) con la revancha del Islam que se arrastra desde siglos y que las cruzadas no han convertido en realidad. Se cree que al otro lado de los territorios musulmanes hay reinos cristianos (el reino del Preste Juan) que contribuirán a emparedar al secular enemigo de la cristiandad.
LOS INICIOS DE LA EXPANSIÓN
Los portugueses, acabada su reconquista antes que Castilla, bajan por las costas de Guinea junto con marinos de Génova. Traen marfil, azúcar, esclavos, oro del Sudán. Se van creando factorías: Madeira, Cabo Verde, Cabo Bojador, Guinea. Don Enrique, el navegante, crea en Sagres una gran escuela de navegación que impulsa al exploracionismo portugués.
Pero Castilla, en sus puertos del atlántico andaluz, comienza a recorrer el mismo camino, unas veces de acuerdo y otras en feroz enfrentamiento con Portugal. Los simples puertos de pescadores de Andalucía (Huelva, Palos, Punta Umbría, Lepe, Chipiona, Rota, Sanlúcar) van adquiriendo una actitud marinera atlántica y africana. Se sigue la tradición de la marina cántabra y de la cartografía mallorquina. En el siglo XIV los castellanos ponen el pie en Canarias. Y en toda la región los comerciantes genoveses realizan el papel de impulsores y financieros. Los conflictos internos del reinado de Enrique IV y la dedicación de Isabel y Fernando a Granada frenarían momentáneamente el proceso de exploración atlántica.
LA EXPANSIÓN IMPERIAL PORTUGUESA
La monarquía impulsó decididamente la búsqueda de nuevas rutas mercantiles hacia el Asia. Su avance en busca del límite sur del continente es progresivo y sin pausa: Cadamosto, Gómez, Diego Cao… Por fin, en 1487, Bartolomé Díaz dobla el cabo de las Tormentas que a partir de ahora se llamará de Buena Esperanza. Por las mismas fechas, Paiva y Covilha atraviesan el Mediterráneo, cruzan Suez, penetran en el mar Rojo y desembocan en el Índico. Y, por fin, en 1498, Vasco de Gama llega a Calicut, en la costa occidental de la India.
Portugal creará un formidable imperio comercial formado por un rosario de bases costeras. Ni penetrará en el interior, ni organizará territorios coloniales a causa, sobre todo, de su débil potencial demográfico. Pero su potente marina barre a cañonazos a las frágiles naves musulmanas que habían convertido el Índico en un Mediterráneo mercantil islámico. Los portugueses emplearán pilotos árabes y se aprovecharán de sus conocimientos, sobre todo de la utilización de los monzones. Cuando Portugal cierra el Índico, apoderándose de Ormuz y Aden, comienza el declive mediterráneo y el dominio portugués de las rutas de Oriente. Portugal se convierte en una talasocracia que, por otra parte, tiene detrás a toda Europa, con un crecimiento demográfico tres veces superior a las civilizaciones del Asia. Europa pasa de 45-50 millones de habitantes a mediados del XV, a 90-100 a principios del XVII. Entre 1500-1510 los portugueses recorren la India. De 1505 a 1515, Arabia, el mar Rojo y el golfo Pérsico, en lucha terrible contra egipcios y venecianos. De 1515 a 1560, Malaca, las islas indonesias, el progreso hacia Macao, Formosa, Japón. En 1501, Cabral había llegado a Brasil. Jamás el mundo fue tan grande como en el siglo XVI.
Sin embargo, mientras los portugueses recorrían el Índico, algo había ocurrido…
Castilla había terminado su reconquista. Era el mes de enero de 1492. Ese mismo año, en octubre, seis años antes de que Vasco de Gama llegase a la India, Cristóbal Colón arribaba a las costas de América.
Los portugueses rodean África y llegan a los mares del Asia. Bordean las costas del sudeste y suben por el litoral chino. Pero al mismo tiempo, desde el Pacífico, el otro pueblo ibérico, los españoles, llega también en un proceso expansivo increíble y en una proeza inigualable hasta la fecha en la Historia. Por primera vez Occidente tiene conciencia de universalidad.
LA AMÉRICA PRECOLOMBINA. LA SITUACIÓN
Al llegar los españoles, América vive en la Prehistoria. Grandes zonas son selva y desierto, y gran parte de las culturas que allí existen (que perduran aún en la Amazonia) son sociedades de subsistencia, sin estructuras organizadas. En algunas zonas aparecen pueblos más evolucionados, como los charrúas (Argentina), los guaraníes (Paraguay), los araucanos (Chile) o los caribes (costas e islas de este mar).
Sin embargo, en los altiplanos que van desde México a Perú, existían una serie de culturas de alto nivel de desarrollo. Los aztecas y los mayas de mesoamérica, los chibchas de la zona bogotana y los incas de Perú. Los dos primeros serían algo más de cuatro millones, los últimos algo más de tres. Son culturas de alto nivel de producción y consumo, con un concepto de la propiedad personal o comunal, con una idea de la riqueza cifrada en la posesión territorial, con una definida estructura política, clases sociales y unas poderosas minorías dirigentes (los nobles aztecas, los orejones incaicos, los caciques antillanos). Fueron estas civilizaciones las que atrajeron a los españoles y ofrecieron la posibilidad de integración y organización colonial.
El mayor interés, por su grado de evolución, y por ser la primera cronológicamente, se centra en la cultura de los mayas del Yucatán. La cultura maya fue el basamento de la cultura azteca, más primitiva y agresiva, que la anuló.
LAS CULTURAS SUPERIORES: AZTECAS E INCAS
Los mayas forman parte de la “cultura del maíz”, de la que participaron también los aztecas, pueblo belicoso y con una disciplinada organización militar que desde Tenochtitlán, en las lagunas centrales de México, domina una federación de pueblos que aparece ya formada en el siglo XIV. La civilización azteca posee un amplio desarrollo comercial (Cortés se sorprende de la actividad mercantil de Tenochtitlán, con canoas llenas de mercancías y plazas rebosantes de tenderetes y compradores) controlado por los pochtecas, funcionarios reales encargados del mercado. Sus tierras están divididas en territorios de los señores y zonas comunales de las tribus o calpulli. Tienen oficios diferenciados y poseen una técnica en el trabajo del sílex, la obsidiana o la arcilla. Trabajan la peletería, la orfebrería y poseen amplios conocimientos astronómicos (el calendario solar azteca), arquitectónicos y geométricos. El desconocimiento de la rueda y la escritura, elementos básicos de la civilización, es la causa fundamental del retraso de las sorprendentes y atractivas culturas americanas, basadas en la piedra.
Cortés recibe del emperador Moctezuma la máscara de Quetzalcóatl, el dios serpiente, cuajada de turquesas y la capa de plumas de garza y quetzal. Sube los 114 escalones del teocalli y contempla las tres carreteras de acceso a la ciudad, con su gran plaza; observa los puentes y los diques, como el del sur, que, construido en 1429 tenía tres kilómetros de largo y ocho metros de ancho. Y escribe al Emperador que el imperio recién conquistado puede compararse a los mejores de Europa.
El Imperio incaico era tan fascinante como la federación azteca. De carácter unitario, tenía una organización excesiva que le fosilizaba. Creado a principios del siglo XV se encontraba, cuando llega Pizarro, en plena crisis y envuelto en una guerra civil. Si Cortés se aprovecharía de la enemistad de los pueblos sometidos a los aztecas, Pizarro se aprovecharía de estas revueltas intestinas. Ambos atacarían directamente el corazón de ambos imperios (Tenochtitlán y Cuzco) y les dominarían a base de astucia, temeridad y ferocidad. Bajo su aspecto de fortaleza, el Imperio incaico tenía puntos débiles, el principal de los cuales era su extensión (4.000 kilómetros de norte a sur) y su crecimiento desmesurado, que no había podido asimilar las poblaciones periféricas. Poseía grandes ciudades, como Cuzco, Tumbes y Cajamarca, unidas por carreteras que salvaban los desniveles con escaleras talladas en las rocas. El rescate de Atahualpa, el emperador apresado por Pizarro, supuso el equivalente a medio siglo de producción europea de oro y plata. La máxima autoridad era el inca, el emperador, propietario de la mayor parte de las tierras. Hay una autoridad inexorable, una organización minuciosa y unos rígidos cuadros de funcionarios y recaudadores de impuestos. Y tanto en el Imperio inca como en la federación azteca, existe una mitología y una religión evolucionada y basada en las fuerzas de la naturaleza, como en todas las culturas primitivas.
Ambos imperios se encontraban en un proceso de fosilización, en un callejón sin salida. Las tradiciones mayas hablaban de unos hombres barbados, hijos del cielo y de poder invencible, que arribarían un día a sus costas. Por eso Moctezuma no lucha. Y la rebelión desesperada de los aztecas al poco tiempo de la llegada de Cortés es más un suicidio sin esperanza. El sucesor de Moctezuma, que intenta la expulsión del extremeño, tiene un nombre simbólico: Cuauhtémoc, el águila que cae. En Perú, igualmente, la resistencia en las montañas, en el inexpugnable Machu Picchu, fue más un gesto que una decisión positiva.
En una empresa de carácter personal, sin el apoyo y la protección oficial, Hernán Cortés desembarca en Veracruz y avanza sobre Tenochtitlán con la ayuda de los pueblos indígenas sometidos (como los de Cholula y Tlaxcala).
Entre 1519 y 1521 realiza la conquista, tras unírsele los soldados mandados por Velázquez, gobernador de Cuba, para apresarle por desavenencias entre ellos. Recibido por Moctezuma, se asienta en la capital y aunque ha de huir en la “Noche Triste”, su victoria en Otumba le hace dueño de México (llamado “Nueva España”) y desde allí se continuó la expansión hacia el norte y hacia Panamá. Famoso sería su gesto de hundir las naves para evitar la tentación del regreso.
Francisco Pizarro (1531-1535), asociado con el rico cura Luque y con Almagro, realiza la conquista del Perú tras el apresamiento y posterior muerte del emperador Atahualpa. Fundará Lima (Ciudad de los Reyes) y Trujillo, y, dividido el imperio entre él y Almagro, morirá acuchillado en la guerra que estalla entre los dos conquistadores. Desde Perú los españoles bajan a Chile, recorren el Amazonas, ascienden hacia Bogotá y realizan expediciones al Plata.
En suma, es difícil encontrar adecuada explicación al éxito espectacular conseguido por unos puñados de hombres sobre decenas y decenas de miles de indígenas. Seiscientos soldados y dieciséis caballos fue el ejército de Cortés para sojuzgar el Imperio azteca. Ciento ochenta y siete hombres y treinta y siete caballos, los compañeros de Pizarro en el Perú, una hazaña de ingenio, valor y osadía. Por lo demás, desde primitivos arcabuces (armas de fuego) que asustaban más que mataban, hasta viejas picas, ballestas y espadas desgastadas, protegiéndose con sus enclenques corazas y rodelas (escudos) durante las durísimas embestidas enemigas, en la cabeza con sus relucientes morriones (cascos adornados) que curiosamente provocaban gritos de asombro entre los nativos americanos… un arsenal irrisorio en cualquier otro lugar que sin embargo nunca había sido visto por aquellos lares y que, por su rareza y extravagancia, causó verdadero terror en los lugareños (los cuales, por cierto, ya se sentían bastante acongojados ante la vista de aquellos “gigantescos dioses” con pelo en la cara). Con esta enorme desventaja numérica, y en un medio geográfico hostil y totalmente desconocido para ellos, también contaron los españoles con la inestimable ayuda de “una diabólica invención” (como los denominaron los indígenas): unos cuantos perros, un animal que, a diferencia del desconocido caballo, sí había por allí (aunque más dóciles y menos sanguinarios; así pues, los europeos asustaban por su fiereza: “perros enormes, con orejas cortadas, ojos de fiera de color amarillo inyectados en sangre, enormes bocas, lenguas colgantes y dientes en forma de cuchillos, salvajes como el demonio y manchados como los jaguares”, una descripción con un inevitable tono de admiración y miedo). De hecho, los canes (principalmente el fiel, noble y valiente alano español) fueron utilizados constantemente en combate durante toda la conquista, formando parte de la hueste, ya fuera en vanguardia como tropa de choque, lanzándolos contra las muchedumbres indígenas para aprovechar el temor y desconcierto inicial o en retaguardia en tareas defensivas del grupo de conquista a cargo de la guarda del ganado o de los enfermos, que siempre lastaban y retardaban el avance principal del grupo, en labores de vigilancia evitando cruentas emboscadas en no pocas ocasiones o también cazando y consiguiendo alimento en momentos de desesperación y escasez para los exhaustos soldados (la gran mayoría mercenarios en busca de fortuna, sin experiencia militar). No en vano el mismo Cristóbal Colón señaló en una ocasión que no iría a ninguna parte sin ellos y que cada uno de estos lebreles valía como diez hombres.
LA LLEGADA DE LOS EUROPEOS A AMÉRICA EN EL SIGLO XVII
La ausencia, en el primer momento, de los productos que interesaban en Europa, siguió marcando la atracción por Asia. Algunos navegantes como Caboto, al servicio de Inglaterra, y Cartier, en nombre de Francia, recorren las aguas del norte. Portugal, en virtud de las bulas papales y del Tratado de Tordesillas, que divide en dos el mundo entre ambos pueblos ibéricos, pone el pie en el Brasil. Pero hasta el siglo XVII no aparecen otros europeos por las costas americanas. Los ingleses Hudson y Baffin, en 1615, exploran las costas de Norteamérica, y el holandés Barents sube hasta los límites polares. El francés Champlain remonta en 1607 el río San Lorenzo y funda Quebec. A mediados de siglo, franceses e ingleses irán apoderándose de islas en las Antillas, en un proceso más de piratería (los filibusteros) que de colonización. Jamaica, la isla del ron, cae en 1655 en manos de los ingleses. En el norte, los holandeses fundan en 1643, en la isla de Manhattan, Nueva Ámsterdam, hoy Nueva York, y en el sur, Guayana y Curaçao. Pero como se ve son emplazamientos costeros y en zonas de parca densidad. En verdad puede decirse que Europa, durante dos siglos, es España para el nuevo continente. Y España establecerá allí el primero de los imperios coloniales europeos, en las zonas de las altas culturas y mirando al Caribe, en mesoamérica, y al Pacífico, en Panamá y Perú.
EL PROCESO COLONIZADOR ESPAÑOL: SIGLOS XVI Y XVII
Los europeos no tenían experiencia colonizadora. España tiene que “inventarlo” todo. Y por ello trasplanta allí las estructuras de la metrópoli, dándolas, por el carácter de conquista, gran parte de las instituciones medievales castellanas como las capitulaciones de exploración y los adelantados de frontera. Allí se trasplanta la Mesta (organización y gobierno económico de la ganadería); se establece el sistema jurídico y de propiedad castellano, y hay prácticamente un neofeudalismo, pues el rey concede tierras y (típico de todo proceso de carencia o lejanía de autoridad) delega funciones de justicia, militares y de distribución territorial. Muy pronto llegará allí el sistema de los virreyes y todo el entramado de las Audiencias (instituciones jurídicas de carácter colegiado con facultad gubernativa que tienen la función de administrar la justicia entre los habitantes, velar por el cumplimiento de las instrucciones y las ordenanzas dadas por el rey), los gobernadores, los corregidores, los alcaldes y los cabildos o ayuntamientos. Hay, por tanto, un primer proceso conquistador y de organización territorial a estilo medieval. Y un segundo proceso, que comienza con Felipe II, de organización colonial.
Los españoles se instalan en las Indias (hay unos 100.000 a mediados del siglo XVI) impulsados por el afán de aventura, la ambición de riquezas y por la expansión de su religión. Pero ellos no fueron solos, más de diez mil eran mujeres, que compartieron a su lado las pestilencias, los peligros, enfermedades como la peste del mar (el escorbuto), el hacinamiento (un metro cuadrado por persona), la comida podrida, la sed, las ratas, las terribles calmachichas, los dantescos huracanes, en aquellas travesías sin fin que duraban media vida y en la que muchos se la dejaron entera. Hicieron de todo: fundar, gobernar, guerrear, educar y sanar indígenas, regentar haciendas, mantener virreinatos, sin dejar por ello de parir, de llevar las riendas de la casa, de ser madres y esposas cristianísimas, y fueron las mensajeras que bajo el jubón llevaban las maravillas de la cultura y la lengua españolas. Sin ellas, la conquista de América también habría sido posible, pero jamás lo habría sido su colonización. No fueron pasivas y sumisas sino audaces y valientes, configurando una nueva sociedad con unos pueblos que hoy en día siguen hablando y manteniendo la lengua y costumbres de ellas.
Muy pronto, la monarquía española se planteará el problema del justo título para apoderarse de los territorios colonizados. Y habrá consultas a los principales teólogos, sobre todo los de la universidad salmantina. Las ideas del padre Vitoria son sumamente ilustrativas. Es por ello por lo que (a diferencia del segregacionismo europeo posterior) España consideró a los indios como súbditos de la corona, en igualdad de derechos con los peninsulares.
Las sucesivas Leyes de Indias son ejemplo de consideración ética. La ley permite las reducciones y las encomiendas, por las que los indígenas pueden ser encomendados a un español para el trabajo en las granjas o en las minas. Los derechos indígenas (horas de trabajo, sueldo, etc…) estaban regulados y era obligatorio que un fraile doctrinero se encargara de su educación e instrucción religiosa. Los abusos inevitables que toda colonización conlleva fueron denunciados con crudeza por el dominico Bartolomé de las Casas, defensor vigoroso, valiente e infatigable de los indios. Fueron las grandes epidemias, sin embargo, las que provocaron el mayor impacto. Cuando las enfermedades traídas desde Europa, que habían evolucionado durante miles de años de Humanidad, entraron en contacto con el Nuevo Mundo causaron miles de muertes frente a la fragilidad biológica de sus pobladores. Un sencillo catarro nasal resultaba mortal para muchos indígenas. “Y no consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien”. Esta es la última voluntad que la reina Isabel la Católica dirigió a sus súbditos en su testamento. Se trata sin duda de un deseo que choca con la imagen cruel que la Leyenda Negra ha propagado del Imperio español por todo el mundo. Ella fue la primera persona que se preocupó por los derechos de los indígenas: determinó que seguirían siendo los propietarios de las tierras que les pertenecían con anterioridad a la llegada de los españoles y, en el año 1500, dictó un decreto que prohibió la esclavitud. Nace así un nuevo derecho que reconoce que las libertades de los hombres y de los pueblos son algo inherente a ellos mismos, y que por tanto, les pertenecen por encima de las consideraciones de cualquier príncipe o Papa. Aquellas normas supusieron el punto de partida de las Leyes de Indias que, más adelante, una junta de la Universidad de Salamanca convocada por el emperador Carlos V en 1540 concluiría que tanto el Rey, como gobernadores y encomenderos, habrían de observar un escrupuloso respeto a la libertad de conciencia de los indios, así como la prohibición expresa de cristianizarlos por la fuerza o en contra de su voluntad. De esta manera, con el tiempo se va formando un cuerpo de normas, las mencionadas Leyes de Indias, que recogen, entre los anteriormente citados, otros derechos como: la prohibición de injuriarlos o maltratarlos, su derecho al descanso dominical, o un grupo de normas protectoras de su salud, especialmente de la de mujeres y niños.
Isabel, la reina de la unidad, entregó la colonización de América exclusivamente a Castilla. Castellanos, andaluces y extremeños poblaron el Nuevo Mundo, mezclando su sangre con las razas indias, muchas veces con hijas de señores de la nobleza autóctona, que podían aportar un territorio patrimonial. Surge así un mestizaje que la biología actual considera más interesante para el futuro de la humanidad que la endogenia de las razas puras. Se fundan grandes ciudades (La Habana, Panamá, Santiago, Buenos Aires, Lima) y se potencian otras (México, Quito o Bogotá). Se fundan imprentas (1538) y universidades (1550), talleres metalúrgicos, etc. Se implanta la riqueza de un idioma común que a día de hoy nos engrandece a todos los países de habla hispana. Y se comete el error económico de monopolizar todo el comercio con América en una ciudad (Sevilla) y en un organismo, la Casa de Contratación, según el modelo portugués de la Casa de Guinea, que cumple también una función de formación de navegantes y de recopilación de todos los datos científicos sobre el Nuevo Mundo.
Había, pues, una difundida conciencia de descubrimiento, de la que participaba la soberana, y que el historiador López de Gómara, en pleno siglo XVI, expresó así: “La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias”.
Se cuidaba, pues, como se ha visto, a los indígenas tanto y tan poco como a los españoles que no emigraron. Y tanto en lo textual como en lo real, se puede afirmar con rotundidad que en verdad la Corona de Castilla nunca tuvo colonias. Ni en todo el extenso corpus de las Leyes de Indias ni en el no menos extenso trabajo de los juristas de los siglos XVI y XVII se menciona una sola vez las palabras colonia o factoría. Se habla siempre de reinos, provincias, territorios, y, posteriormente, de virreinatos, incorporados de pleno derecho a España, y cuyos súbditos poseían un estatuto idéntico al de los peninsulares, con la excepción expresa del monopolio comercial de Castilla, que empezará a hacer agua en el XVIII. Los comerciantes peninsulares no necesitaban órdenes: no comerciaban con países con los que España estuviese en guerra; pero los comerciantes americanos, alejados de esas contiendas, pretendían hacerlo, en especial con la decisiva Inglaterra, finalmente promotora de las independencias. Antes de eso hubo un siglo entero, el XVIII, en el que la norma del comercio criollo era el contrabando, perseguido pero jamás contenido. Contrabando de mercancías británicas, pero también de propaganda británica y jacobina que acabaría por calar en las élites americanas.
En definitiva, lo que llamamos la superposición de la cultura europea sobre América, es sí, la cultura europea, pero a través del prisma hispánico.