El primitivo recinto fortificado del ejército romano llamado Vindobona, nombre de origen celta que significa ciudad blanca, fue el germen de Viena, metrópoli situada a orillas del Danubio, al pie de las primeras estribaciones de los Alpes. En el siglo XIII fue elevada al rango de villa imperial con la ascensión de los Habsburgo, que hicieron de ella una de las más bellas urbes del planeta, considerada también como la capital de la música.
La música popular es, sin duda alguna, el reflejo de cómo vive una sociedad. Y no existió otro ritmo más adecuado para representar a la Viena imperial de los años 1800 hasta fines del siglo XIX que el vals. Fue al compás suave y gracioso de esta danza, que aun en el giro veloz nunca perdió su elegancia, que primero Viena y luego el mundo entero coronaron a dos auténticos reyes: los Johann Strauss (padre e hijo), quienes al frente de sus románticas orquestas hicieron danzar a nobles y plebeyos, uniéndolos en la magia musical de sus inmortales valses.
FAMILIA DE MÚSICOS
El apellido Strauss está íntimamente ligado a la música y es representativo de una verdadera época de oro del vals. Johann Strauss y sus hijos Johann, Josef y Eduard fueron los integrantes de esta famosa dinastía de maestros.
Dotado de una personalidad inquieta, que se manifestó en un rotundo rechazo a la escuela, testarudo y rebelde, sus padres trataron de buscarle una profesión acorde a tales ímpetus y no hallaron mejor lugar que la casa de un encuadernador, donde se mantuvo hasta la adolescencia. En ese tiempo se hizo con un violín que comenzó a tocar en sus ratos libres, sin que se sepa quién pudo instruirle hasta el momento en que, a los quince años de edad, Johann Strauss (padre) ya es miembro del prestigioso cuarteto de cuerdas del músico Josef Lanner (1801-1843), quien gozaba de gran reputación en los más encumbrados salones de la nobleza, siendo uno de los primeros compositores vieneses en reformar el vals para que su consideración no fuese algo exclusivamente campesino sino que pudiera ser disfrutado por las clases más altas y sofisticadas, como acompañamiento para el baile o para el deleite de la música por y para la música. Con el tiempo el cuarteto pasó a ser una orquesta y Johann incrementó su peso específico en la misma, hasta llegar a ser el director adjunto, cargo que le obligaba a dirigir la agrupación en ausencia del líder.
En el año 1825, consciente de su propio talento y de su capacidad para componer, no sin cierto malestar derivado por el hecho de la publicación de sus obras firmadas con el apellido Lanner, Strauss se independiza de su amigo y ahora émulo formando su propia orquesta y dedicándose libremente a escribir polcas, mazurcas, marchas y valses que muy pronto se harán populares, ganándose un nombre más allá de sus fronteras por las giras que realiza en Francia o Inglaterra entre otros países. Ni que decir tiene que ese fue el principio de una encarnizada rivalidad musical con su antaño mentor de la que el más beneficiado fue el público vienés, dividido entre partidarios de uno y otro, pero en el fondo siempre receptivo a aquella productiva lucha de genios. El tipo de música de Lanner era más lírica; la de Strauss poseía más fuego, temperamento y sentido del espectáculo. Los vieneses tenían un dicho: “Con Lanner es: ‘Por favor: baile, se lo ruego’. Con Strauss: ‘Usted tiene que bailar, se lo ordeno’”. El vals se convirtió en un negocio. La competencia de Lanner espoleó a Strauss. Este componía constantemente creando piezas tan respetadas y queridas como hermosas, pero los vieneses reclamaban no solamente valses. Querían polcas, cuadrillas, marchas… y el autor les proporcionaba lo que pedían. Así se iniciaba uno de los reinados que más tiempo duraría y más súbditos tuvieron: el de los Strauss.
Se casó con Maria Anna Streim, hija de un tabernero, cuyo local, El gallo rojo, frecuentaba el músico; pero su matrimonio fue relativamente inestable, producto de su prolongada ausencia por los viajes al extranjero y la voluntad expresa de que Anna no le acompañara. Poco a poco desenamorado, buscó refugio en brazos de otra mujer, una hermosa joven llamada Emilie Trampusch, de muy modesta condición. Esta relación supuso todo un escándalo en Viena, sobre todo porque, consciente de que era inútil esconderla, no hizo nada para evitar que saliera a la luz. Se trasladó a vivir con Emilie y le dio cinco hijos de los que, curiosamente, ninguno ha pasado a la historia, al contrario de los habidos con Anna.
JOHANN STRAUSS (hijo)
Mientras se acrecienta la fama de Johann Strauss (padre), también va creciendo su hijo Johann, que no sólo había heredado de su progenitor el nombre sino su maravillosa inspiración, su rica inventiva musical, creando su primer vals con tan solo seis años. Enterado de sus inclinaciones por el arte de la composición, este le prohibió terminantemente que se dedicara a ello, ya que quería que su pequeño fuera comerciante. Pero la madre, que realmente veía cuánto amaba la música y las asombrosas aptitudes y desenvoltura que tenía, sin que se enterara el marido, le dio todas las facilidades al joven, y así pudo conseguir una sólida cultura musical: armonía, composición, violín, contrapunto…, sobre todo a raíz del divorcio de ambos progenitores.
UNA MISMA PASIÓN: LA MÚSICA
La misma llama del arte que ardía en el corazón de Strauss padre, prendió en el corazón del hijo, quien, afrontando lo difícil de la situación, decidió comunicarle a aquel que iba a abandonar su orientación académica y constituir su propia orquesta. Este se sintió impactado por la noticia, la cual recibió visiblemente contrariado y no le prestaría ningún tipo de ayuda; y el bisoño muchacho tuvo que fundar su agrupación sin apenas fondos, apoyándose en el gran número de músicos en paro existentes en la ciudad.
La influencia de su progenitor en varios recintos de entretenimiento significó que muchos de ellos fueran cautelosos en ofrecer un contrato al músico principiante, temiendo el enojo del padre. Finalmente fue capaz de persuadir al casino Dommayer en Hietzing para hacer su presentación. Encolerizado ante la desobediencia del propietario del sitio, se negaría a tocar nunca más en dicho salón, que había sido escenario hasta la fecha de numerosos de sus triunfos. Además le disgustó el hecho de que la prensa local se apresurara a divulgar la noticia de la rivalidad entre padre e hijo, Strauss contra Strauss, consiguiendo el otro una gran afluencia de público que acudió tan solo por el placer morboso de asistir al nacimiento de una competencia.
Debutó al frente de su orquesta, donde entre otros presentó oficialmente su primer vals propio, que a petición de la concurrencia fue bisado ¡hasta en veinte ocasiones!, y como número final interpretó uno de los valses más famosos del padre: Los sonidos de Loreley en el Rhin. La distinguida asistencia aplaudió al novel director hasta las lágrimas. Y aunque los dueños de los grandes salones y una buena parte del público seguirían inclinándose por el Strauss original durante un tiempo, en la creencia de que el vástago pretendía únicamente sacar partido de su apellido; al día siguiente, toda Viena comentaba el prometedor inicio de la carrera de un nuevo virtuoso del vals, por lo que su padre, el noble Johann, tocado en lo más hondo de su alma de artista, acabaría “perdonándolo” se dice que en la víspera de su santo, cuando el hijo le dedicó una serenata, y con el tiempo comenzarían incluso a trabajar juntos, para alegría y orgullo de la ciudad natal y admiración de todo el mundo, ya que realizaron un sinnúmero de triunfantes giras por varios países de Europa, dedicándose a perfeccionar la sonoridad de sus orquestas, lo cual se logró gracias a los sólidos conocimientos del joven Strauss.
Y después de fallecer su padre de escarlatina en 1849, quien fue enterrado junto a su colega Josef Lanner en un fastuoso funeral en el que se interpreta el Réquiem de Mozart y que congregó a más de cien mil personas, Johann Strauss seguiría adelante con una carrera musical coronada de éxitos, tratando de agrupar la orquesta de su progenitor con la suya propia. Pero ante la sublevación de algunos músicos tuvo que disolverla para, poco después, poder integrar ambas con un tercio de los fieles intérpretes de su padre. Muchos hablaron entonces del fin de una era, pero lo cierto es que la etapa más dorada de la familia Strauss estaba aún por llegar, con las sublimes creaciones de un hombre afable, que desde que se levantaba con los primeros rayos de luz hasta muy entrada la noche componía sin pausa, alcanzando su producción la cantidad de centenares de obras entre valses, operetas, polcas, marchas…
Finalmente superó la fama del padre, convirtiéndose en uno de los más populares autores de valses de su época; y ante la avalancha de trabajo fundaría muchas otras orquestas que tocaban en diversos establecimientos de esparcimiento y baile, como el Sperl o el Apollo, a quienes les dedicó varias piezas con sus nombres para conmemorar sus primeras actuaciones. Con veintiocho años disponía de un cuerpo orquestal de trescientos instrumentalistas, divididos en varios conjuntos musicales. Interpretaban en diferentes locales y salones. Él mismo iba de un lugar a otro, a veces dirigiendo en más de seis estrados durante una sola velada.
EL INMORTAL ‘DANUBIO AZUL’
El 13 de febrero de 1867, en la sala Dianabad de Viena, estrenó una obra que lo llevaría a la gloria entre los compositores de su género: An der schönen blauen Donau (‘En el bello Danubio azul’).
Johann von Herbeck, director del Wiener Männergesangverein, había pedido a Strauss que le escribiera una pieza para su orfeón ya que llevaba mucho tiempo disgustado con el repertorio del coro masculino, que en su opinión era mediocre y gris, por lo que deseaba un vals coral vivo y alegre para los carnavales de ese año que levantara el espíritu de la ciudadanía. Cabe recordar que en aquel momento reinaba en Viena una atmósfera escéptica y pesimista como consecuencia de la derrota de Austria a manos de Prusia en la Guerra de las Siete Semanas en 1866, hecho que no sólo había marcado el fin de la influencia austriaca como una potencia mundial importante, sino colapsado su economía y donde la mitad de la gente de la ciudad estaba sin trabajo.
En esa oportunidad, y con letra del comisario de policía Josef Weyl, quien aprovechó la coyuntura para manifestar sus sentimientos políticos, fue interpretado por un coro de hombres a cappella (o sea, sin acompañamiento musical) como quinto número bajo la batuta de Rudolf Weinburm. Debido al desprecio que todos sentían por los desventurados líderes militares que habían dejado que la Gran Austria fuese derrotada en su propio territorio, es comprensible que la gente no se entusiasmara de inmediato con la canción, por lo que la consagración de este inmortal vals tuvo que esperar a que tuviera lugar en la Exposición Mundial de París en el verano de ese mismo año, cuando su autor lo presentó a la alta sociedad allí reunida en su versión orquestal. A los pocos meses de dicho estreno, la editorial Spina de Viena comenzó a distribuir miles y miles de copias de la obra, la cual era requerida desde todas partes del mundo. Las planchas de cobre que se empleaban en aquel tiempo para la impresión musical sólo podían utilizarse para 10.000 ejemplares, número excesivo incluso para las melodías más populares; sin embargo, fue necesario grabar cien moldes para la edición de En el bello Danubio azul ante el aluvión de pedidos.
Franz von Gernerth le escribiría una nueva letra. Se hicieron varias traducciones inglesas. Francia también tiene su versión… Cuando hizo su debut en Estados Unidos en Boston en 1876 con motivo del 100 aniversario de la Declaración de Independencia, se reunió una orquesta de dos mil miembros y un coro de veinte mil. La experiencia fue absolutamente sublime. Hoy es considerada una de las piezas más admiradas de la música clásica. Igualmente, las connotaciones sentimentales vienesas la han convertido en el segundo himno nacional austriaco.
Además del mencionado, entre sus valses más insignes figuran: Aceleraciones (1860), Historias de los bosques de Viena (1868), Mujeres, vino y canciones (1869), Sangre vienesa (1873), Rosas del Sur (1880), Voces de primavera (1883), Vals del emperador (1889), etcétera. A partir de 1870 nacen las siguientes operetas: El murciélago (1874), verdadera obra cumbre del teatro musical vienés, Una noche en Venecia (1883) y El barón gitano (1885), que fueron sus principales éxitos en esta nueva etapa de su creación musical.
Hablamos de mucho más que mera música para bailar. Con sus complicadas introducciones y codas, su inspiración melódica, la orquestación delicadamente precisa, el ritmo refinado y sutil, representan auténticos aportes al gran repertorio musical de la historia.
SUS HERMANOS: SUS HEREDEROS
El intenso trabajo, las constantes giras con las que no consigue atender la enorme demanda de su música, y donde sus clientes ven con decepción que sus orquestas no son siempre dirigidas por él en persona, el crear sin descanso… agotaron a Johann Strauss, quien, al sentirse débil y enfermo, llamó a su hermano Josef que, aunque era un excelente pianista, no componía ni ambicionaba una carrera musical. Igual que a sus hermanos, su progenitor lo había orientado hacia otra actividad, ingeniería, si bien nunca había abandonado la curiosidad por dicho arte. Johann le pidió que siguiera en la senda del padre y en la de él. Vaciló mucho, pero era un Strauss, y por su sangre corría el vals.
Sustituyó cada vez con más frecuencia las ausencias de su hermano, recibió clases de composición y aprendió a tocar el violín, y acabaría creando también él extensísima cantidad de obras, y aunque sus melodías, de cierto tono melancólico, no tuvieron el éxito y la popularidad que las de ambos Johann, ya enganchado, igualmente siguió al frente de la orquesta en innumerables recitales y giras, mientras su hermano, algo repuesto, actuaba al frente de otras agrupaciones.
Josef se tomaba todo muy en serio y tenía un carácter muy diferente al de su hermano. Sus trabajos están construidos con mayor rigor técnico, a veces con exceso de formalismo. Era un perfeccionista que no soportaba ningún fallo ni en los músicos ni en las composiciones. Apenas dormía y cada vez escribía más y más música. Todo esto le llevó a una enorme tensión emocional por lo que, agobiado también de quehaceres y obligaciones, no le quedó tampoco más remedio que recurrir a su otro hermano Eduard (diplomático), ocho años menor que él, para que de igual modo abandonara su ocupación y se uniera a la trayectoria de sus familiares. A él le tocaría la tristeza de disolver, en 1902, la orquesta Strauss, que contaba en ese momento con setenta y ocho años de vida. Y aunque es un músico confiado que muestra cierta vanidad, en el fondo, sufriría un marcado complejo de inferioridad. Su estilo fue muy personal y no se influenció de las obras de sus otros hermanos o contemporáneos. Fue más reconocido y es recordado por su trayectoria como director de música de danza que como compositor en la familia Strauss.
Pero resulta increíble como los dos aprenden con gran entusiasmo y de la nada a manejar el violín y la batuta. Josef demostró ser el más dotado para la música, mas todos estos cambios profesionales tan repentinos minaron su salud psíquica y, tras una fase de desvanecimientos y dolores de cabeza, falleció en 1870 de un derrame cerebral en mitad de un concierto.
UN LEGADO MUSICAL
Las creaciones de los Strauss están repletas de dulzura, belleza, suavidad y armonía. Cuando escuchamos conciertos y grabaciones de sus trabajos, percibimos una música iluminada por la galantería y el ritmo y esto nos invita a cantarla y bailarla, por lo que deben ser catalogadas como verdaderas obras de arte. Pero en el vals había algo más que elementos de entretenimiento, y los mejores músicos se sentían profundamente impresionados con lo que estaba haciendo Strauss (padre). Berlioz, figura destacada del Romanticismo, visitó Viena y subrayó lo siguiente: “No se reconoce en la medida suficiente la influencia que ya ha ejercido sobre el gusto musical de Europa entera, gracias a la introducción de ritmos cruzados en el vals. Si el público que está fuera de Alemania llegase a apreciar el encanto extraordinario que a veces puede obtenerse mediante los ritmos combinados y contrastantes, se lo deberá a Strauss, quien apela intencionadamente a un público popular, y al copiarlo, sus muchos imitadores inevitablemente contribuyen a extender su influencia”.
Por su parte, Johann Strauss (hijo), el más genial de toda una talentosa progenie, mantuvo durante toda su existencia su originalidad y espíritu juvenil, mostrando siempre en su realización agilidad y frescura. Sus producciones se caracterizan por su buen humor y alegría. “En todas las casas y pianos de Viena se oyen los valses de Strauss”, escribía un joven periodista francés de la época.
Lo trágico nunca arraigó en su vida. Su miedo a la muerte tenía algo de singular. Sus manos hacían música de todo lo que tocaba. Era un hombre que se encontraba concorde con la naturaleza, que sin más podía gozar serenamente de un paisaje, y en su expresión musical logró amalgamar los contrastes sociales y políticos de su pueblo: un homenaje evocativo a una Viena casi de cuento de hadas, a una ciudad de jóvenes húsares y bellas damas, de sentimentalismo y encanto, de danza y romance. “Ha creado centenares de piezas, todas son favoritas, a todos se las canta y ejecuta, y recorren Europa entera. Los plebeyos y los aristócratas las tararean y las silban, y las orquestas y los organillos las tocan. Las oímos en la calle, en el salón, en el jardín, en el teatro”.
El 3 de junio de 1899 fenecía, célebre y rico, tan descomunal intérprete de una pulmonía mientras estaba trabajando sobre los últimos movimientos de su ballet La Cenicienta. Su muerte supuso un dolor profundo en el corazón de Viena, ya que con él, todo un modo de vivir se desvanecía. Pero en realidad jamás desapareció. El alma de sus valses se mantuvo viva con el espíritu del Romanticismo, en que prevalece la imaginación y la sensibilidad sobre la razón y el examen crítico. Los efectos mágicos de su música, hoy, como antes, encantan a hombres y mujeres de toda clase y procedencia, proporcionándoles inolvidables momentos de felicidad. Toda su producción ha merecido el elogio general, la alabanza del más ingenuo e inocente amante de la música y del más refinado de los entendidos. Su obra está más allá de la crítica.
Tras la muerte de Johann, Eduard quemó una gran cantidad de trabajos de sus hermanos de los que no existían más copias ya que él llevaba el archivo familiar con todos los originales, por lo que se perdió una gran parte de la música de Johann y Josef Strauss. Ël aseveró que por acuerdo mutuo, aunque hay quien dice que por insana envidia. Como curiosidad final: uno de los hijos de Eduard, Johann Strauss III, también se dedicaría a la dirección de orquestas como rasgo más meritorio en su carrera.
Tan grandes fueron la dedicación y la difusión de este noble linaje de artistas para principalmente con el vals, que el apellido Strauss ha quedado asociado para siempre a este baile; a tal punto, que un musicólogo austriaco dijo una vez: “Al pronunciar el apellido Strauss, uno ya siente la cadencia de la danza que tanto amaron”.