Siete islas forman el archipiélago canario, en España; la octava, de naturaleza fantástica, corresponde a la misteriosa e inexistente ínsula de San Borondón. El nombre le fue dado por un monje navegante irlandés llamado san Brandán o Brandano (484-578). Era un predicador evangelista que fundó diócesis, órdenes e infinidad de monasterios y conventos en Irlanda, Gales y Bretaña.
Los datos del descubrimiento de la isla se encuentran en un manuscrito del siglo X titulado Navigatio Sancti Brandani, un auténtico best seller de la época, como prueban la existencia de un centenar de copias con la versión completa del texto en latín y cerca de cincuenta resúmenes, imitaciones y traducciones en lenguas vulgares. En él se narran las andanzas del religioso Brandán en el siglo VI, que buscando una tierra considerada el paraíso, estuvo navegando durante siete años por el Atlántico hasta encontrar un país de riquísima vegetación (al parecer la península de Florida). En sus viajes, siempre acompañado por monjes, Borondón buscaba tierras vírgenes donde localizar seres humanos a los que convertir al catolicismo. Evangelizó las aguas del mar del Norte a bordo de los llamados curragh, una suerte de embarcaciones hechas de cuero con las que nadie duda fueran capaces de llegar en una odisea interminable de penurias, agotamiento, miedo… pero absoluta confianza en Dios, a los rincones más inhóspitos del planeta. Se aventura incluso que es posible que Cristóbal Colón aprendiese del manuscrito que las corrientes y los vientos favorecían la travesía hacia el oeste por una ruta hacia el sur desde las islas Canarias, y hacia el este en el viaje de regreso por un rumbo más al norte, y por lo tanto así siguió este itinerario en todos sus trayectos al Nuevo Mundo en la gesta española del hallazgo de América.
No obstante, ha sido difícil para los estudiosos distinguir los hechos del folclore. Las fuentes del texto resultan muy heterogéneas, de diferentes culturas. Por un lado, aparecen los mitos irlandeses, referidos al Otro Mundo, que provienen de la cultura celta. Por otro, es claramente una narración católica donde se recogen las visiones cristianas del cielo y del infierno, pero también narra fenómenos naturales y eventos y lugares mitológicos, así como fábulas y leyendas comunes a la Europa occidental, motivos orientales y vestigios literarios de la Biblia y de los autores grecolatinos. Su narrativa se caracteriza por una gran cantidad de licencias poéticas. Por ejemplo, se refiere al averno donde “grandes demonios arrojaron trozos de escoria ardiente de una isla con ríos de fuego de oro” y también a “grandes pilares de cristal”. Muchos especulan que estas son referencias a la actividad volcánica alrededor de Islandia y a los icebergs.
Como se ha dicho, se propone encontrar la terra repromissionis sanctorum (“tierra prometida de los santos”), es decir, el paraíso terrenal. No hay que olvidar que el hombre medieval es un “ser en camino” que convierte el viaje en un acto primordial de su existencia, lo que implica una necesidad imperiosa de movimiento, de cambio, una inquietud a la cual se adhieren incluso algunas órdenes religiosas. En su singladura, sin embargo, se topa con una isla de connotaciones míticas que se encuentra en el archipiélago canario y la bautiza con su nombre. La leyenda dice que el santo desembarcó y celebró misa, pero tuvieron que volver al barco súbitamente porque el lugar desaparecía ante sus ojos. Ni él ni su tripulación volverían a verla jamás.
Pero sí fue vista de nuevo por otros navegantes, que incluso llegaron a dibujar y situarla en la cartografía marítima de la época. En la Edad Media no faltaron quienes identificaron la intrigante isla con posibles restos de la mítica Atlántida. Así, este territorio imaginario ha formado parte de cientos de historias de viajeros y de diferentes manifestaciones artísticas que, especialmente entre los siglos XVI y XIX, ayudaron en la consolidación social de esta enigmática quimera.
Hasta ocho expediciones navales documentadas desde finales del siglo XV hasta entrado el XVIII surcaron el océano para comprobar si existía aquella masa terrestre de la que tanto hablaban las cartas antiguas. Algunas de ellas se encontraron con ella por sorpresa, y aunque los más escépticos siempre han defendido que San Borondón es, a lo sumo, un efecto óptico ocasionado por la acumulación de nubes o algún tipo de fenómeno de espejismo, los marinos no escatimaron recursos a la hora de fletar sus naves para ir en su insólita búsqueda. Escribe Pedro de Medina, sevillano, en el libro de las Cosas maravillosas de España (1548) “[…] que en el tiempo en que los moros pasaron el estrecho de Gibraltar y empezaron a apoderarse de España, muchos huyeron del furor de aquellos bárbaros y se recogieron a esta isla, donde fabricaron siete ciudades. La principal de ellas tiene un arzobispo y cada una de las otras seis, un obispo; por lo cual la llamaron los franceses isla de las Siete Ciudades”.
Se situaba al oeste del archipiélago canario, a una distancia de 100 leguas de la isla de Hierro y a 40 de La Palma. Su existencia era evidente e incluso se conocían su forma y dimensiones: 87 por 28 leguas marinas, o lo que es lo mismo, 483 km de largo (de norte a sur) y 155 km de ancho (de este a oeste), formando hacia el medio una considerable degollada o concavidad y elevándose por los lados en dos montañas muy eminentes, siendo la mayor de las cuales la de la parte septentrional.
Uno de los primeros análisis rigurosos sobre este paraje fue escrito por Leonardo Torriani, un ingeniero italiano que recibió el encargo de Felipe II de realizar un estudio sobre las fortificaciones de todo el archipiélago canario y que, con motivo de dicha labor, escribió en 1588 la obra Descripción e historia del reino de las Islas Canarias antes Afortunadas, con el parecer de sus bastiones, donde incluyó un capítulo sobre San Borondón. En torno a una década después, el fraile franciscano Juan de Abreu Galindo publicó Historia de la conquista de las siete islas de Canaria, donde dedicó los cuatro últimos capítulos a dicho territorio.
En 1570 había sido visitada por navegantes portugueses que llegaron casualmente arrastrados por una tormenta que les hizo naufragar. De la tripulación del barco hundido sólo dos hombres consiguieron regresar a su país explicando lo ocurrido. El resto de los marineros quedó esperando en la isla a que les salvaran, pero nunca más fueron vistos ni rescatados porque los hombres que llegaron a tierra firme y dieron la noticia del naufragio no pudieron volver a encontrar el esquivo emplazamiento.
Desde entonces “la Inaccesible”, entre otros, fue vislumbrada varias veces por distintas personas desde las islas cercanas de La Palma, Hierro y Gomera. Posteriormente incluso se afirma aparecieron pruebas físicas de su existencia. Así, el mar llevó restos procedentes de la isla invisible hasta las playas de la Gomera y de Hierro: eran trozos de árboles y frutos de desconocida especie.
A principios del siglo XVIII, fue nuevamente avistada por diversos marinos, y en 1759 incluso fue vista por más de cuarenta personas a la vez desde la isla de la Gomera. Algunas de ellas eran eclesiásticos y atestiguaron el hecho como cierto descartando la falsedad. ¡Era la isla de San Borondón!
Los relatos medievales del viaje de san Brandán no la describen con mucho detalle; se limitan a indicar que es un lugar en el que se desembarca sin dificultad y en el que puede recogerse leña suficiente para preparar un fuego y cocinar para todas las personas que componían la expedición del religioso. Con todo, el hecho de tratarse (metafóricamente) de un pez (en referencia al gigante Jasconius, el primero que pobló los mares en cuyo lomo se habría desarrollado la vegetación dándole la apariencia de una isleta; o de una ballena, como se ha interpretado en ocasiones, gigante dormido al que despiertan cuando encienden una fogata), nos hace colegir que su superficie está formada por un único promontorio, de altura y envergadura no especificadas, cuyos contornos se hunden en el mar de una manera suave. A lo largo de las diferentes crónicas de los viajeros que sí lograron arribar a San Borondón existen algunos denominadores comunes, como son la existencia de huellas de titanes o de un humo negro a lo lejos, que puede indicar presencia humana. Los relatos suelen ser fabulosos, con seres mitológicos, historias que cada expedicionario fue engrosando con su experiencia más que posiblemente ficticia. Un ilusorio rincón que aparece algunas veces en diversos puntos del horizonte y que se muestra esquivo cuando se pretende llegar a él.
Pudiera ser que ciertas condiciones atmosféricas produjeran un espejismo. Sabemos que la densidad desigual del aire, a causa de ciertas temperaturas, produce una refracción de la luz del cielo que lo haría viable pero la isla ha sido vista desde barcos en alta mar y desde aviones en vuelo. Se afirma incluso que su consistencia material ha sido esporádicamente detectada por los radares y sonares de la navegación civil y militar.
Buques de la Armada Española detectaron la presencia de la tierra en cuestión en sus equipos electrónicos, resultando que la tenían enfrente de ellos. Un barco militar avanzó hacia ella, la tripulación llegó a ver el perímetro de la costa, pero cuando se acercaron la imagen de la silueta de la isla se desvaneció así como la señal electrónica. La nave no cambió el rumbo, atravesó la invisible zona por la extensión de mar en donde un momento antes habían visto y detectado el inabordable terreno, y nada.
Igualmente varios pilotos la han advertido desde sus aviones de líneas comerciales y para colmo su presencia ha sido detectada por sus radares durante unos minutos, para acabar disipándose inexplicablemente ante sus ojos. Muchos aviadores la han sobrevolado después a pesar de su inexistencia.
El 5 de julio de 1991 una embarcación de tipo jet-foil (un deslizador que navega sobre un colchón de aire) chocó contra “algo no identificado” cuando navegaba por las coordenadas en las que se situaría la isla de San Borondón. Del percance se llegó a la siguiente conclusión: “Choque contra objeto imperceptible”, con el resultado de siete heridos y destrozos en el buque.
El 1 de marzo de 1992, se repitió el mismo hecho. Otro deslizador, el Princesa Teguise, de la compañía Transmediterránea, con 177 pasajeros a bordo, colisionó en la misma zona contra “algo oculto” situado a 25 millas de la costa. En concreto, el parte decía: “Chocamos contra algo indeterminado que era invisible”. En el accidente se produjeron diecinueve heridos, incluyendo dos tripulantes, alguno en estado muy grave que tuvo que ser evacuado por vía aérea e importantes daños en la embarcación.
La compañía, inquieta ante estos extraños incidentes, abrió una investigación que fue del todo inútil. Finalmente, lanzaron la hipótesis de la existencia de un gran cetáceo, especie de Moby Dick distraído que estuviera por el lugar. Nunca hallaron el menor indicio que corroborase tal hecho: cadáveres de ballena, sangre, restos de cetáceos, etcétera; sólo el viejo misterio de San Borondón, una isla inalcanzable para algunos en verdad real que por causa de un cataclismo se hundió en las aguas. A partir de ese momento, el legendario lugar quizá quedó encantado, dejándose ver en esporádicas ocasiones desde tiempos inmemoriales.
Como curiosidad, el Tratado de Alcáçovas, suscrito entre España y Portugal en 1479 para repartirse territorialmente el Atlántico todavía por navegar, especificaba claramente que San Borondón (“aún por ganar”) pertenecía al archipiélago canario. Y la bahía de Samborombón (provincia de Buenos Aires, Argentina) fue nombrada de tal modo durante la expedición de Magallanes en marzo de 1520, en la creencia de que había sido formada por el desprendimiento de la mitológica San Borondón. Evidentemente la mayoría de los historiadores están convencidos de que la isla no es una realidad física, pero sí opinan que está tan arraigada en el imaginario colectivo que merece ser considerada una más del archipiélago canario culturalmente. Así se ha mostrado a los ojos de los isleños desde que se tiene constancia escrita de tan numerosas experiencias aquí detalladas, y así es como se sigue manifestando en la actualidad. Es un hecho indiscutible que la apariencia de una isla se presenta frente a sus costas con cierta regularidad y en diferentes lugares, y sea cual sea la explicación -óptica y meteorológica si se quiere- de este curioso fenómeno, lo cierto es que para la razón no es fácil aceptar como inexistente algo que muchos han advertido con sus propios ojos. Por más que se diga que no se trata de tierra firme, no es posible negar que a su manera ¡la isla de San Borondón existe!