Los libros malditos

Cantidades ingentes del patrimonio cultural de la humanidad ha sucumbido a manos de los exterminadores del conocimiento. Obras con las que hemos perdido parte de nosotros mismos.

Los libros malditos

Una maldición ancestral pesa sobre algunos libros desde el momento mismo de su invención: a través de los siglos han existido siempre grupos o individuos empeñados en destruirlos. Así, cantidades ingentes del patrimonio cultural de la humanidad ha sucumbido a manos de estos exterminadores del conocimiento. Obras literarias, científicas, ocultistas, religiosas, políticas y de todo tipo con las que hemos perdido parte de nosotros mismos.

¿Qué contenían las tablillas de Babilonia, los papiros de Alejandría, los pergaminos de Constantinopla, los libros de Córdoba o los códices de Tenochtitlán, para provocar su sistemática destrucción? ¿Quién podía beneficiarse con la pérdida del conocimiento acumulado con tanto esfuerzo por distintas generaciones de pacientes buscadores del saber? La historia de los libros malditos es la de una gigantesca conspiración, fruto de pequeños complots independientes que, en su conjunto, responden a las mismas motivaciones.

Toda ideología -ya sea política, religiosa o filosófica- basada en el fanatismo de su verdad (propia, única y excluyente) es, por esencia, bibliófoba: odiará los libros y buscará su destrucción. Porque los libros son vehículo para la diversidad de ideas, suscitan la polémica, estimulan la capacidad crítica y, en resumen, proporcionan conocimiento. Y el conocimiento es el mayor enemigo de aquellos que piden confianza ciega, obediencia muda y sumisión sin límites. El libro es por tanto el enemigo directo de toda tiranía, dictadura, fanatismo e integrismo.

LIBROS DE AYER Y HOY, MÁRTIRES DE LA CENSURA
Y lo que ocurre con los movimientos extremistas -el deseo de destruir cualquier documento que no se pliegue a sus convicciones- se repite con los llamados «grupos de presión»: intereses económicos de las multinacionales, sociedades del crimen organizado, grupos científicos, sociedades secretas de corte esotérico… etcétera, representan un peligro potencial para los libros. Si el contenido de estos atenta contra sus intereses, obra y autor serán perseguidos, se impedirá su impresión o se desacreditará al escritor. En última instancia, se pondrá precio a su cabeza. Así, la ruina de las bibliotecas es una constante de la Historia, en todos los pueblos, civilizaciones y culturas.

El histórico y reiterativo espolio comenzó ya con el rey Nabonasar que, en el 747 a. C., mandó expurgar la Biblioteca de Babilonia, para eliminar las crónicas que hablaran de los reyes que le habían precedido, puesto que la Historia «comenzaba con su reinado» y nada anterior tenía interés.

Saberes universales perdidos para siempre.En el 213 a. C. el emperador Shih Huang-Ti, de la dinastía china Ts’in, mandó destruir todas las obras escritas -salvo las que se reservó para su biblioteca particular-, reunió a cuatrocientos sesenta escritores que enterró vivos y decretó que cualquiera que guardase tablillas de bambú o madera escritas correría la misma suerte. En el 206 a. C. Liu Bang derrotó a este tirano tomando al asalto su palacio pero, no se sabe si intencionadamente o no, la biblioteca ardió durante tres meses y con ella se perdió la única colección completa de los clásicos chinos.

El caso de la Biblioteca de Alejandría es más complejo. Fundada en el 297 a. C. por Demetrio de Falera, bajo el patrocinio del faraón Tolomeo I, reunió en poco tiempo novecientos mil volúmenes de pergaminos, papiros y grabados de interés de las más diversas materias y procedencias. El faraón Evergeta II ordenó que todo libro que llegase a Egipto debía ser depositado en la biblioteca alejandrina, donde se sacaría una copia para su legítimo propietario, permaneciendo allí el original.

SABERES UNIVERSALES PERDIDOS PARA SIEMPRE
La Biblioteca de Alejandría adquirió fama de guardar libros secretos que proporcionaban un poder ilimitado. Había allí curiosos manuscritos hindúes sobre medicina, escritos chinos sobre alquimia, saberes del antiguo Egipto sobre nigromancia, de los fenicios sobre magia, de los griegos sobre mecánica…, pero también sobre otros temas más comunes.

Podían consultarse obras alucinantes, como ‘Sobre el haz de luz en el cielo’, escrita por el primer bibliotecario alejandrino que trataba, por vez primera en la historia, el tema de los OVNIs. También estaba la obra completa de Beroso, sacerdote babilonio, historiador y astrólogo, que inventó el cuadrante solar semicircular y concibió una teoría sobre el conflicto entre los rayos del Sol y la Luna, anticipo de trabajos más modernos sobre la interferencia de la luz. Pero su obra más curiosa fue la ‘Historia del Mundo’ donde narraba cómo en la Antigüedad unos extraterrestres, los Akpalus (parecidos a peces y descritos con sus trajes y escafandras), habrían enseñado a los hombres los primeros conocimientos científicos. Hoy desgraciadamente sólo nos quedan escasos fragmentos de esta obra.

También podía consultarse la obra completa de Manetón, historiador egipcio contemporáneo a la creación de la Biblioteca que investigó los restos de la civilización faraónica y, en su calidad de sacerdote, tuvo acceso a muchas tradiciones y secretos vedados a otros investigadores, muchos de los cuales no sabían leer los viejos jeroglíficos. Si se hubiesen conservado sus ocho libros y los cuarenta pergaminos selectos recogidos por él en los templos, quizá sabríamos todo cuanto hoy ignoramos sobre el Egipto faraónico y, lo más importante de todo, sobre la civilización que lo precedió, aquella que Platón identificó con la Atlántida. De todas estas obras y de otras muchas igual de apasionantes sólo nos quedan hoy referencias, citas y fragmentos, recogidos por autores contemporáneos a la existencia de la biblioteca alejandrina durante los mil años que se mantuvo activa.

La ruina de las bibliotecas es una constante de la Historia, en todos los pueblos, civilizaciones y culturas.Pero los asaltos a este templo del saber comenzaron pronto. Julio César tuvo el dudoso honor de encabezar la lista de incendiarios. En el año 47 a. C. sus legiones tomaron Alejandría y saquearon la Biblioteca. Se calcula entre cuarenta y setenta mil el número de volúmenes desaparecidos, parte en el incendio que asoló un ala de los edificios y parte sustraídos para uso particular de César. El siguiente ataque lo realizó la emperatriz Zenobia, reina de Palmira, quien se rebeló contra Roma y atacó los territorios de esta potencia, entre ellos Alejandría, donde incendió la Biblioteca o al menos una parte de ella. El siguiente pirómano fue el emperador Diocleciano, quien en el año 285 conquistó la ciudad y ordenó destruir dos bloques importantes de la Biblioteca: uno con los volúmenes egipcios, para privar al país de su patrimonio y hacerle perder su identidad, y otro con los volúmenes de alquimia, para impedirles fabricar riquezas y levantar un ejército contra Roma. Obras clave de esa cultura se perdieron para siempre.

Los cristianos fueron los siguientes en afán incendiario y en el año 390 el patriarca de Alejandría, Teófilo, decidió acabar para siempre con el paganismo en su diócesis destruyendo para ello el templo de Serapis, el Serapeum, junto con el anexo de la biblioteca alejandrina que tenía allí su sede. Miles de manuscritos fueron saqueados, dispersados y, en la mayoría de los casos, incinerados «para la mayor gloria del Dios cristiano».

La cultura árabe fue tan cultivada como destructora.Sin embargo, el golpe final vino de la mano de los árabes. En el 646, el general Amr ibn al-As (enviado por el fanático Omar con la consigna funesta «no hacen falta otros libros que no sean El libro» refiriéndose al Corán), conquistó Alejandría y destruyó la biblioteca hasta sus cimientos. Omar había dado instrucciones precisas: «En cuanto a los libros, si lo que contienen es conforme al Corán, son inútiles pues no hace falta más que El Libro de Dios. Si, por el contrario, lo que encierran se opone al Corán, no los necesitamos. En ambos casos deben ser destruidos». Cuando se apagó el incendio de la biblioteca alejandrina, ibn al-As ordenó recoger los libros que no hubieran ardido y distribuirlos por los baños públicos para que sirvieran como combustible.

LAS PRIMERAS ANTORCHAS «EN NOMBRE DE DIOS»
La Biblioteca de Constantinopla también tuvo un triste fin. En el 476 un incendio, cuyas causas no han sido aclaradas, destruyó ciento veinte mil manuscritos acumulados desde los tiempos de su fundador, Teodosio el Joven, en el 425. También bajo el emperador León III y, sin que aún se sepa bien por qué, el emperador mandó incendiar la Biblioteca, los manuscritos y a los bibliotecarios… Las llamas de la antorcha resultaban ya imparables.

En el siglo XI los turcos saquearon la Biblioteca de los Califas de El Cairo que contenía, entre obras del Islam y otras rescatadas de distintas bibliotecas, un total de ¡más de un millón de ejemplares!

En 1109, entre la Primera y la Segunda Cruzada, los francos rindieron la plaza de Tripoli y para festejarlo asaltaron e incendiaron la biblioteca islámica que contenía un verdadero tesoro de textos árabes; era su particular manera de vengar al conde Raimundo IV de Tolosa, que había fallecido durante el asedio.

En la península ibérica, en 1236 Fernando III de Castilla conquistó la ciudad musulmana de Córdoba, antigua capital del califato, y para ayudar a la conversión de los infieles se le ocurrió alimentar una hoguera con la riquísima Biblioteca de los Califas que atesoraba lo mejor del saber de Oriente y Occidente.

INQUISIDORES CONTRA EL CONOCIMIENTO
Torquemada (1420-1498). Fraile dominico, primer Inquisidor General de Castilla y Aragón en el siglo XV.A partir de 1483 un ángel exterminador anduvo suelto por España y su espada flamígera arrasó sin piedad las obras cumbre del conocimiento. Creado el Consejo de la Suprema General Inquisición a cargo de fray Tomás de Torquemada, organizó inmediatamente una quema general de libros que repitió en 1490 y que incluía seis mil volúmenes de magia, hechicería y otras ciencias malditas. Dos años más tarde, en 1492, el Cardenal Cisneros emprendió su particular campaña de conversión quemando más de un millón de libros, incluidos los que integraban la fabulosa Biblioteca de la Alhambra. Como recompensa, fue nombrado Inquisidor General en 1507.

Durante el siglo XVI, terminada la reconquista territorial española, el cristianismo emprendió una reconquista espiritual contra las creencias ajenas. Los libros de judíos y moriscos se arrojaron al fuego para demostrar la superioridad de la fe católica.

Desde 1517, Lutero y sus seguidores proporcionaron crecientes quebraderos de cabeza a la Iglesia de Roma. Por las mismas fechas, surgió Erasmo y luego los iluminados. La respuesta fulminante fue impedir la difusión de tales ideas arrojando a la hoguera a los autores y sus obras.

La Inquisición española elaboró, en 1540, una Lista de Obras Prohibidas y comenzó a saquear las bibliotecas. En 1548 Roma organizó la Congregación del Santo Oficio de la Inquisición, encargada de redactar la primera Lista de Libros Prohibidos conocida. Con ambas listas -y antorcha en mano- los inquisidores se dedicaron a recorrer Europa saqueando y masacrando bibliotecas públicas y privadas.

A partir de 1559 la lista de obras prohibidas se unificó tomando un nombre oficial que se haría tristemente célebre: Index Auctorum et Librorum Prohibitorum, Índice de Autores y Libros Prohibidos. El episodio tal vez más surrealista de este Índice fue la inclusión en él, en 1640, de la obra ‘El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha’ y de su autor don Miguel de Cervantes, acusado de poner en peligro la fe católica, y ello por una sola frase.

HONROSAS EXCEPCIONES SALVADAS EN SECRETO
A pesar de todo, algunos libros prohibidos consiguieron escapar a la quema. Se dio la feliz circunstancia de que el rey Felipe II de España fuera aficionado a la alquimia y el ocultismo, y ordenó que las obras secuestradas sobre esos temas fueran a parar a su biblioteca particular y a la del Monasterio del Escorial. Se salvaron así valiosísimos ejemplares de magia, astrología, filosofía, medicina…, no sólo cristianos, sino también musulmanes y judíos.

Algunos eruditos desafiaron la pena capital para ocultar valiosos libros prohibidos.Por desgracia, en 1671 se produjo un extraño incendio en tan rica biblioteca, sin que se sepa a ciencia cierta si fue casual o provocado. Lo cierto es que en el monasterio perecieron cerca de cuatro mil manuscritos. A pesar de ello y de posteriores desgracias, aún es posible consultar algunos de los miles de libros malditos que salvaron Arias Montano y su discípulo fray José de Sigüenza.

Códice del Nuevo Mundo.Sin embargo, el Índice siguió activo durante muchos siglos, también en el continente americano recién colonizado, donde son tristemente célebres las incineraciones de códigos mayas y aztecas. Y también en España la actividad restrictiva continuó siendo tan eficaz y completa que dio al traste con el llamado Siglo de Oro nacional, pues durante los siglos XVI y XVII la falta de estímulos externos (a causa del aislamiento intelectual) resultó determinante.

Y si la actitud de la Iglesia católica había causado un daño irreparable a la palabra escrita, no menor fue el causado por los ilustrados cuando, en sucesivas etapas dictaron leyes que provocaron la pérdida de numerosas bibliotecas de conventos y monasterios.

Cuando parecía por fin que todo había acabado, que la razón había despejado las tinieblas, volvió a empezar la guerra contra los libros por obra y gracia del nuevo Torquemada del siglo XX: el español Rafael Merry del Val, nombrado por el Papa Inquisidor General. Su obra maestra fue que la Inquisición volviera a hacerse cargo del Índice en 1917, con motivo de lo cual escribió el prefacio a la reedición en 1930 del Index. Su filosofía combativa permaneció vigente hasta 1966, cuando oficialmente quedó suprimido el Índice, en parte porque ya nadie le hacía caso y en parte porque ya no es posible encender hogueras en los países occidentales.

Sin embargo, el espíritu del Índice permanece tristemente intacto bajo la actual Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, institución heredera de la Inquisición, y en algunos países de la esfera islámica donde los autores de libros contestatarios (contrarios a sus dogmas de fe, cuyo ejemplo más popular es la obra ‘Versos satánicos’, de Salman Rushdie) corren el riesgo de pagar la osadía con sus vidas. Quiere decir esto que, por desgracia, aquí y en cualquier lugar donde prime alguna forma de extremismo, la conjura contra los libros continúa activa.

El "cómo me llamo" marca nuestra vida. El nombre es nuestra tarjeta de presentación, aquello que para bien o para mal nos distingue de la masa. Nos singulariza aunque, a veces, en demasía. Lo que para unos es motivo de orgullo, parte esencial de su ser, incluso un fragmento de su propia alma, para otros es una pesada carga difícil de llevar y dura de soportar.

Morir y resucitar a voluntad. Un túnel oscuro, una luz al final; el reencuentro con familiares y amigos ya fallecidos; la visión y el contacto con el ángel de la guarda... Y regresar para contarlo. La muerte podría dejar de ser un lugar somático para convertirse en un lugar en la conciencia. Lo que en definitiva siempre fue: un estado de ánimo.

Viejas canciones. Siempre están ahí: rondando en las veredas o en los patios de las escuelas, repetidas día tras día, sufriendo un proceso de trasvasamiento de generación en generación, pero conservando toda la esencia y la pureza del mensaje. Cuando uno las escucha, los recuerdos se afanan por rescatar los años pasados y volver a esos días.




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