A comienzos del siglo XX existió en Alemania un caballo que entre otros talentos podía leer, efectuar operaciones matemáticas y mostrar un profundo saber de los asuntos políticos mundiales. O al menos así lo parecía. Fue conocido con el sobrenombre de Hans el Listo (en alemán, Hans der Kluge) y era propiedad de Wilhelm von Osten, un anciano berlinés profesor de ciencias exactas y entrenador de caballos aficionado, algo místico, que, según opinión generalizada, era persona incapaz de verse involucrada en el menor fraude y que estaba convencido de que los seres humanos habían subestimado la inteligencia del resto de especies. Para demostrar su teoría trató de enseñar conocimientos matemáticos a tres animales distintos: un gato, un oso y un caballo. De todos ellos, solamente el último pareció responder a sus estímulos intelectuales.
Una delegación de eminentes científicos, zoólogos, veterinarios… hasta un domador de circo y un oficial de caballería dirigidos por el psicólogo Carl Stumpf examinaron aquella maravilla equina, y aunque sus habilidades no resultaban siempre del todo certeras, sí eran lo suficientemente sorprendentes. Y lo que fue más importante: la consideraron auténtica.
Hans respondía a los problemas matemáticos que se le planteaban golpeando el suelo con una de sus patas delanteras, y a las cuestiones de otro orden cabeceando de arriba a abajo o de un lado a otro, según es costumbre entre los occidentales a la hora de afirmar o negar. Por ejemplo, si alguien le preguntaba: “Hans, ¿cuál es la raíz cuadrada de nueve?” o “Si el octavo día del mes cae en martes, ¿cuál es la fecha del viernes siguiente?”, y tras una breve pausa, sumisamente, levantaba su pata delantera derecha y sacudía las veces correctas en el suelo. “¿Es Moscú la capital de Rusia?”. Agitaba la cabeza a derecha e izquierda. “¿Acaso es San Petersburgo?”. Asentimiento (en aquel momento así lo era). Podían hacerle preguntas tanto de manera oral como en forma escrita.
Gracias a las publicaciones entonces recientes de Charles Darwin, el público en general estaba muy interesado por el estudio de la inteligencia animal. El evolucionismo era el nuevo paradigma y para muchos el ser humano se había convertido en un animal más y sus diferencias con el resto de especies no eran más que cuantitativas, incluso en lo que a la existencia de una conciencia se refiere, por lo que la Academia Prusiana de las Ciencias nombró una comisión, encabezada por el psicólogo y biólogo Oskar Pfungst en 1907, para examinar tan cautivadora cuestión mucho más de cerca. Wilhelm, quien creía fervientemente en las capacidades de Hans, aceptó encantado la investigación, pues en verdad que el caballo resultaba asombroso ya que no sólo resolvía operaciones aritméticas.
Con ayuda de una pizarra con letras y sílabas, era capaz de deletrear palabras o componerlas para responder a preguntas como “¿qué lleva ese señor en la mano?”. Si se le mostraba un reloj, sabía decir qué hora era. Si lo que se le enseñaba era una moneda, sabía expresar su valor. Conocía el calendario de memoria y podía enunciar en qué día de la semana caía cualquier fecha del año. Y en lo que respecta a la música, identificaba incluso intervalos y notas disonantes en acordes. Sus golpes de pata eran tan elocuentes como los vocablos que componía. Pero Pfungst no tardó en detectar una serie de interesantes irregularidades.
Cuanto más difícil era la pregunta, más tardaba Hans en responder; cuando su dueño no conocía la respuesta, Hans mostraba pareja ignorancia; cuando este estaba fuera de la habitación o cuando se le vendaban los ojos al caballo, las soluciones ofrecidas por el animal eran mayormente erróneas. Sin embargo, en ciertas ocasiones podía ofrecer contestaciones correctas a pesar de hallarse en un medio que le era extraño, rodeado de observadores escépticos y con Wilhelm, no sólo fuera del recinto, sino incluso de la ciudad. Finalmente se vislumbró la solución al enigma.
Cabe recordar que su amo no era adiestrador profesional de caballos sino un profesor de matemáticas jubilado, y por ello su técnica en realidad había tenido más de pedagogía que de adiestramiento real. Durante cuatro años, todos los días a la misma hora su propietario había sacado a Hans al patio poniéndole delante de sus artilugios de escuela: una tabla con los números del uno al cien, un ábaco, una calculadora, una pizarra con letras y sílabas y un órgano de una escala para enseñarle pacientemente al equino los rudimentos de las matemáticas, la lengua y la música. Nunca usó el látigo para castigarle pero sí que cuando, por ejemplo, se le planteaba al animal un problema matemático, Wilhelm se ponía ligeramente tenso por miedo a que este no golpease el suficiente número de veces el suelo. Por el contrario, cuando Hans terminaba de dar el número de toques preciso, de forma inconsciente e inapreciable aquel inclinaba su cabeza en señal de asentimiento o se relajaba de la tensión mantenida involuntariamente por su deseo de que su amigo respondiera bien al ejercicio. Su distensión era virtualmente mínima para cualquier observador humano, pero no para un caballo que era premiado con un terrón de azúcar por cada respuesta apropiada. Además, no pocos espectadores que se mostraban reticentes ante las aptitudes de Hans fijaban sus ojos en las patas delanteras desde el momento mismo en que acababa de ser formulada la pregunta y modificaban sensiblemente su postura o gestos cuando el animal llegaba a la respuesta válida. Hans nada sabía de cálculo, pero era extremadamente receptivo a toda señal inconsciente no verbalizada. Y de orden similar eran los signos que imperceptiblemente para todos los demás se le transmitían sin querer cuando la demanda no era matemática. A decir verdad, el apodo de Listo se adaptaba perfectamente a Hans. Era un caballo condicionado por un ser humano que había descubierto que otros seres humanos que jamás había visto antes también le podían proporcionar las indicaciones que precisaba para alcanzar su meta: el premio del éxito a un trabajo bien hecho, su azucarillo. Así se servía del lenguaje corporal de las personas presentes en sus exhibiciones para saber cuándo debía parar de dar golpes con la pata; mediante la tensión muscular, el sostener el aire en los pulmones unos segundos, el levantar la cabeza, apretar los puños, sonreír, abrir un poco más los ojos de lo normal u otros ademanes, los asistentes al espectáculo le “decían” al caballo cuándo detenerse. Pero a pesar de la falta total de ambigüedad de la solución ofrecida por Pfungst, historias similares de equinos, cerdos o patos sabios que entienden de aritmética, saben leer o poseen conocimientos políticos han seguido impregnando la credulidad de muchas gentes en mil lugares del mundo.
Por citar alguno, Lady Wonder, un caballo de Virginia, era capaz de contestar un conjunto de preguntas moviendo con la nariz una serie de tacos de madera que prefiguraban letras. Como también respondía a cuestiones planteadas en privado a su propietario, el parapsicólogo J. K. Rhine dijo que el animal no solamente sabía leer sino que además tenía el don de la telepatía (‘Journal of Abnormal and Social Psychology’ 23, 449, 1929). Pero el mago John Scarne descubrió que su dueño le hacía una señal con un látigo mientras “rumiaba” sobre los tacos de madera antes de convertirlos en palabras. En apariencia, su amo estaba fuera del campo ocular ordinario del animal, pero ya sabemos que los caballos tienen una excelente visión periférica. Lady Wonder era cómplice de un impostor, cosa que no ocurría, conviene recalcar, con Hans. Este sí que era sagaz, o espabilado, pero nada más; no era un erudito ni poseía sapiencia cultural alguna sobre las materias que dominaba. Pero volviendo a él…
A pesar de que la búsqueda pormenorizada de la verdad por parte de los expertos analizó y concluyó que cuando Wilhelm conocía las respuestas a las preguntas, Hans conseguía el ochenta y nueve por ciento de las contestaciones precisas, pero cuando aquel no las dominaba, el equino solamente respondía bien al seis por ciento de las mismas, su fama traspasó fronteras. Incluso después de haber sido desacreditado, su dueño, quien nunca se convenció con las conclusiones de los exámenes de Pfungst, siguió mostrando a Hans al público, atrayendo grandes y entusiastas muchedumbres que se lo pasaban en grande, haciéndose conocido por doquier con el nombre (en inglés) de Clever Hans. ¡Y es que el espectáculo era muy bueno!
Se le había enseñado a sumar, restar, multiplicar, dividir, trabajar con fracciones, decir la hora, realizar un seguimiento de la agenda, diferenciar los tonos musicales, leer, deletrear. Igualmente acertaba con sus soluciones a interrogantes más rebuscados, tales como adivinar la fecha de un “tercer sábado” en un mes determinado partiendo de los datos que se le proporcionaban para su resolución. Era un alumno extraordinario: una vez aprendidas las operaciones más sencillas, el caballo era capaz de responder correctamente a cálculos más complejos para los que no había sido instruido específicamente, prueba clara de su capacidad para desarrollar algo parecido al pensamiento abstracto del hombre con tal de alcanzar su merecida retribución por el esfuerzo.
La curiosa historia narrada es una bonita fábula sobre la naturaleza humana y nuestra forma de enfrentarnos a lo desconocido e ilustra magníficamente uno de nuestros fallos de razonamiento más habituales, el falso dilema, que consiste en limitar a dos opciones (en este caso: “o su dueño miente o Hans realmente piensa”) el desenlace a un determinado problema. La realidad, por suerte, suele usar una paleta más amplia de colores como hemos comprobado. En este sentido, Pfungst encarna a la perfección la imagen arquetípica del científico que no se deja derrotar por las apariencias y mediante rigor y paciencia acaba encontrando una solución razonable a un misterio aparentemente inexplicable. Por su parte, su propietario siempre se mostró dispuesto a colaborar, de buen grado les enseñó a los investigadores todo el inventario de artilugios con los que había educado a su alumno y varios vecinos confirmaron que, efectivamente, durante años instruyó al mismo en el patio, a la vista de todo el mundo sin nada que ocultar. ¡Y además gratis!, ya que incluso en las demostraciones más emblemáticas y multitudinarias nunca se cobró entrada alguna, rechazando jugosas ofertas pecuniarias de numerosos vodeviles con ánimo de hacer negocio que podían haberle arreglado la vida por completo a Wilhelm.
Mencionar también que, gracias a este hecho, en psicología, se bautizó al hoy conocido como efecto Clever Hans, que sigue siendo importante en el conocimiento de las consecuencias observador-expectativas, la observación participante y estudios de la cognición animal (los perros usados en la detección de droga, por ejemplo, son susceptibles a él y tienden a seguir las sospechas de sus encargados). Sirve para describir estudios científicos sociales en los que experimentador o adiestrador influyen de forma inconsciente sobre el individuo o animal que estudian o adiestran mediante señales involuntarias y sutiles como gestos, posturas, tonos de voz o movimientos corporales. Tal efecto ha sido determinante para desarrollar la técnica de los experimentos en doble ciego, lo que implica que ni el investigador ni el sujeto analizado saben cuál es el tema de la indagación, y por tanto se consigue que ambos actúen neutralmente, sin importar las respuestas, es decir, donde el propio experimentador debe desconocer el resultado válido. Esto es posible porque normalmente hay un científico principal que coordina todo el proceso. Este se encarga de asignar aleatoriamente a los participantes del experimento con otros investigadores que hacen de ayudantes, los cuales ignoran los propósitos del investigador jefe. Otra forma en la que se evita el efecto Clever Hans es la sustitución del experimentador por una computadora, que puede dar instrucciones estandarizadas y grabar las respuestas, sin dar pistas.