Gustavo Adolfo Domínguez Bastida (que firmó con el segundo apellido de su padre, Bécquer, pintor cuyos ascendientes procedían de Flandes) nació en Sevilla (17-II-1836). Quedó pronto huérfano, y fue recogido por su madrina, doña Manuela Monahay, dama culta y sensible. Inició en el Colegio de San Telmo los estudios de Náutica, pero el centro fue pronto clausurado. Quiso ser pintor -como su padre y como su hermano Valeriano-, pero su verdadera vocación lo conducía a las letras. Marchó a Madrid a conquistar la gloria literaria (1854), y pasó increíbles penurias. Colaboró en revistas literarias, trazó ambiciosos proyectos editoriales y estrenó zarzuelas y comedias intrascendentes. En 1857 contrajo la tuberculosis, de que moriría años más tarde. Se enamoró de Julia Espín, hija del organista real; pero la amó en silencio. Consigue ser nombrado escribiente en la Dirección de Bienes Nacionales; y cesa en el cargo pronto, cuando su jefe lo descubre “perdiendo el tiempo” con dibujos y poesías. Amó con pasión a Elisa Guillén, una “dama de rumbo” de Valladolid (1859-1860); pero la amante se cansó de él y su abandono lo sumió en la desesperación. Precipitadamente, se casó con Casta Esteban, hija de un médico soriano, de la que tuvo dos hijos. Mantiene su hogar con el ejercicio del periodismo. Y defiende una actitud política conservadora: como decía un amigo suyo, militaba en el partido en el que más le hablaban de cuadros, de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles. Obtiene el cargo de censor de novelas, dotado con un buen sueldo; pero lo pierde al producirse la revolución de septiembre de 1868. Su mujer le es infiel y se separa de ella. Arrastra una vida bohemia y desilusionada, y viste con absoluto desaseo. En 1870, muere Valeriano, su compañero inseparable. Se reconcilia con Casta pocos meses antes de su muerte, que acaeció en Madrid (22-XII-1870). La prensa diaria no dedicó al suceso más de tres o cuatro renglones.
ROMÁNTICO REZAGADO
Bécquer escribe en pleno auge del Realismo, cuando otros autores afectos a esta tendencia (Campoamor, Tamayo y Baus, Echegaray…) se reparten el favor del público. La poesía triunfante, hecha a la medida de la sociedad burguesa que consolidará la Restauración, es prosaica, pomposa y falsamente trascendente.
Sin embargo, una notable porción de líricos se resiste a sumarse a esa corriente. Hallan también vacía y retórica la poesía de la lírica esproncediana, es decir, la del apogeo romántico (que aún sigue cultivando con gusto general don José Zorrilla, 1817-1893). El Romanticismo que les atrae ya no es de origen inglés o francés, sino alemán, especialmente el de Heine, que leen en las traducciones francesas (de Gerard de Nerval) o españolas (de Eulogio Florentino Sanz, amigo de Bécquer). Se trata de un lirismo intimista, sencillo de forma y parco de ornamento, refrenado en lo sensorial para que mejor trasluzca el sentir profundo del poeta.
Son varios los líricos que crean este clima prebecqueriano, como Augusto Ferrán, Ángel María Dacarrete y José María Larrea. De ese clima romántico tardío se nutrirá Gustavo Adolfo (y Rosalía de Castro).
OBRAS EN PROSA
Su inmensa importancia como lírico, no debe hacernos olvidar que Bécquer es un extraordinario prosista. Cuando la prosa se está haciendo, dentro del Realismo, mero instrumento narrativo, él sabe dotarla de cualidades poéticas inolvidables en las Leyendas.
Las leyendas son veintiocho relatos con bastantes tópicos románticos: el misterio, lo sobrenatural (‘Maese Pérez el organista’, ‘El Miserere’, ‘El rayo de luna’); lo exótico, oriental o morisco (‘El caudillo de las manos rojas’, ‘La rosa de pasión’); lo religioso o milagrero (‘El Cristo de la Calavera’); o lo costumbrista aliado con lo prodigioso (‘La venta de los gatos’).
Escribió también, en prosa, las deliciosas ‘Cartas desde mi celda’, crónicas compuestas durante una estancia de reposo en el monasterio de Veruela, al pie del Moncayo. Y multitud de artículos periodísticos, de extraordinario valor.
LAS RIMAS
Pero la fama de Bécquer se asienta sobre las ochenta y cuatro rimas que compuso a lo largo de su vida. Son composiciones breves, de dos, tres o cuatro estrofas (raramente más), por lo general asonantadas con metros variados, de acuerdo con la poética romántica.
Fue publicándolas en diversas revistas, entre 1859 y 1871. Sin embargo, no se conoce la fecha exacta de composición de ninguna, y es imposible, por tanto, estudiar la evolución de su poesía. En 1868, el propio Bécquer las recopiló en un manuscrito, que entregó a su protector el ministro González Bravo; pero el domicilio de este fue saqueado durante la revolución de ese año, y desapareció el manuscrito. El poeta, que había empezado otro cuaderno de trabajos literarios, reconstruyó las rimas desaparecidas, y las incluyó al final de dicho cuaderno, el cual, con el título de ‘Libro de los gorriones’, se conserva en la Biblioteca Nacional. Este autógrafo es el texto más acreditado para conocer los poemas becquerianos.
Las Rimas fueron publicadas en libro al año siguiente de morir su autor, por un grupo de amigos. Es el texto más difundido, y contiene tres rimas menos que el ‘Libro de los gorriones’.
SUS TEMAS
José Pedro Díaz, en su libro sobre Bécquer (1958), divide las Rimas en cuatro series, dominadas por diversos centros temáticos.
La primera serie comprende las rimas I-XI; el autor especula sobre la poesía misma, sobre su inefable fundamento, sus dificultades, sus motivos centrales: el misterio, el amor, el sentimiento, la mujer.
Bécquer aparece ya en las rimas siguientes (XII-XXIX) como poeta del amor, expresado, en general, “en tono afirmativo y luminoso”. Pero este se torna acre y desengañado en la tercera serie (XXX-LI). Por fin, los últimos poemas muestran “un sentimiento de dolor insondable, de angustia desesperanzada y solitaria”.
Pero esta división es sólo aproximativa: hay rimas cuyos temas no encajan en esas divisiones.
IDEAS POÉTICAS DE BÉCQUER
El gran poeta sevillano expuso sus propias ideas sobre la poesía en la reseña que hizo del libro ‘La soledad’, de su amigo Augusto Ferrán. Dice así, en su parte fundamental:
Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
Hay otra natural, breve y seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye; y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.
La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.
La segunda carece de medida absoluta: adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas.
La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece.
La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso.
Cuando se concluye aquella, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.
Cuando se acaba esta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.
~ G. A. Bécquer
Bécquer se adscribe a este segundo tipo de lírica, íntima, sencilla de forma, desnuda aparentemente de retórica, apta para la lectura emocionada y silenciosa, para la comunicación entrañable entre poeta y lector.
SU ORIGINALIDAD
Bécquer lleva a la culminación el movimiento de orientación heineana antes descrito. Imitó no sólo a Heine, sino a Byron, Musset, Grün, y a sus amigos españoles. Pero se levanta sobre sus modelos: hace algo muy distinto y personal. He aquí, como ejemplo, un poemita de Augusto Ferrán:
Los mundos que me rodean
son los que menos me extrañan;
el que me tiene asombrado
es el mundo de mi alma.
Yo me asomé a un precipicio
por ver lo que había dentro,
y estaba tan negro el fondo
que el sol me hizo daño luego.
Véase ahora cómo lo transformó Bécquer en una rima (número XLVII):
Yo me he asomado a las profundas simas
de la tierra y del cielo,
y les he visto el fin, o con los ojos
o con el pensamiento.
Mas, ¡ay!, de un corazón llegué al abismo,
y me incliné un momento,
y mi alma y mis ojos se turbaron:
¡tan hondo era y tan negro!
SU TRASCENDENCIA
Con una obra poética muy breve, Bécquer ocupa un puesto de primera importancia en la lírica mundial. Fue poco estimado por sus contemporáneos. Núñez de Arce calificó las Rimas de “suspirillos germánicos”; Campoamor lo menospreciaba; Menéndez Pelayo, de gustos clásicos, no le profesó mucha simpatía.
Pero su influjo se opera, algunos años después de su muerte, sobre Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, y penetra pujante en la lírica del siglo XX. Este auge coincide con el olvido casi total de los poetas famosos de su momento. Dámaso Alonso ha definido su trascendencia con palabras insustituibles: “El gran hallazgo, el gran regalo del autor de las Rimas a la poesía española, consiste en el descubrimiento de esta nueva manera [el segundo de los tipos de poesía que se describen en el párrafo becqueriano antes citado], que, con sólo un roce de ala, despierta un acorde en lo más entrañado del corazón y, la voz ya extinguida, lo deja -dulce cristal conmovido- lleno de resonancia.”