Los seres humanos somos admiradores por naturaleza. Antes incluso de ser conscientes de ello reconocemos la superioridad moral de otros y pronto nos fascinan sus mentes privilegiadas, su tenacidad, su heroísmo o sus corazones generosos, en definitiva, su capacidad para mover el mundo. Pero la Historia no sólo la escriben los genios; las personas corrientes, a nuestro modo, también movemos el planeta. Eso no es un consuelo para nuestra pequeñez, sino una firme convicción.
En el motor de un coche resulta más importante el carburador que un tornillo, pero cada cosa tiene su función y todo es necesario. Igualmente sucede en la vida, donde conviene no confundir lo anónimo con lo superfluo. La gente corriente somos tornillos de la Historia, pero al mismo tiempo somos carburadores de nuestro entorno.
Las amas de casa (mujeres en su mayoría) hacen un trabajo que, aunque no se remunera ni ellas lo consideran meritorio, permite a un núcleo familiar alimentarse, vestirse y descansar, recibir educación y cariño y tener un hogar, que es mucho más que tener una casa. Si un día todas ellas hicieran una huelga, se colapsaría el planeta, sin duda. La inercia salvaría una o dos semanas, lo que dura la ropa limpia en el cajón, o la comida guardada en el frigorífico, pero después vendría el caos. No lo van a hacer, aunque podrían atreverse y demostrar que hay cosas que sólo se valoran cuando se pierden.
Son muchos los tornillos que sujetan el motor del mundo. Los niños, que dan alegría; los jóvenes, que contagian optimismo; los amigos que nos quieren, los guapos que nos enamoran, los profesionales, los artistas, los voluntarios… todos los currantes. Ellos mueven el mundo (humildemente), son hombres y mujeres estupendos, gente corriente, nosotros.