Pitigrilli (escritor italiano cuyo verdadero nombre era Dino Segre) tiene un cuento que lleva por título ‘El oficio más antiguo del mundo’. En él narra la historia de un joven que, en los alrededores de Milán, ya de noche, ve un coche parado en la carretera y una mujer que le hace señas para que se detenga, y así lo hace.
–¿Quiere usted llevarme hasta Milán?, dice la mujer.
–Suba.
Durante el trayecto traban conversación. La mujer es joven, elegante, hermosa como saben serlo las italianas cuando se consagran a ser bellas.
–Y, ¿a qué se dedica?, pregunta el joven.
–Al oficio más antiguo del mundo.
El muchacho queda sorprendido. ¿Cómo es posible que una mujer tan distinguida, que demuestra poseer una cultura nada común se dedique a la prostitución?
–¿Quiere dejarme en casa?, dice la señora.
–Con mucho gusto.
La casa está situada en el mejor barrio residencial de la ciudad rodeada por un cuidado jardín.
–Entre usted.
En la entrada esperan a la señora un caballero y dos niños. La mujer les presenta:
–Mi marido, el ingeniero Tal, y mis hijos…
Y ante la estupefacción del joven, añade:
–¿No le dije que me dedicaba al oficio más antiguo del mundo? Esposa y madre de familia.
Explicada esta anécdota-literaria a modo de introducción, los habrá que quizá afirmen que el primer oficio del mundo fue en verdad el de agricultor puesto que Adán, al ser expulsado del Paraíso, hubo de ocuparse de labrar la tierra por orden de Dios. Pero si tomamos con tamaño rigor el asunto, en serio que el primer oficio tuvo bien que ser el de sastre, puesto que en el Génesis (capítulo 3, versículo 21) se dice: “Luego hizo Yahvé Dios al hombre y su mujer unas túnicas de piel y les vistió”. Después los expulsó del Edén. Por lo que mejor dejamos estos tiquismiquis bíblicos que no conducen a nada con sentido y comenzamos a hablar sentidamente de la prostitución (femenina principalmente), que es lo que con este artículo hemos venido a hacer…
Es curiosa la idea que de la prostitución se tiene en el Antiguo Testamento. En el Eclesiastés se dice: “No te entregues a prostituta para que no disipes tu patrimonio”, lo que nos da una idea muy pragmática y materialista del tema. Es cierto que poco después se afirma: “Toda mujer que es prostituta será hollada (o sea, “pisada”, “humillada”, “despreciada”) como estiércol en el camino”, pero esto es más una constatación que una reprobación.
Haag, en su ‘Diccionario de la Biblia’, afirma que el comercio sexual con mujeres, por dinero, era corriente en Israel, donde los padres no tenían reparo en prostituir a sus hijas. “(…) Los relatos veterotestamentarios no inducen a pensar que los israelitas tuvieran por especialmente censurable la conducta de estas mujeres. En cambio el Antiguo Testamento reprende sin reservas a las mujeres (y a los hombres) que se prostituyen en los santuarios en honor de los dioses (prostitución cultural)”. Estos últimos, hombres y mujeres, eran llamados hieródulos, que en los santuarios de Isis e Ishtar en Egipto y Babilonia, pero principalmente en los santuarios de Astarté de los cananeos, se dedicaban a la prostitución religiosa en el templo. Los muchachos recibían, por sus servicios, limosnas para la diosa; y las muchachas, ya fuera por los caminos, pero seguramente también en los santuarios mismos, recibían dinero (sueldo de meretrices, sueldo de perros) que lo ofrecían al mantenimiento del templo.
La prostitución, pues, se caracterizaba -y se caracteriza- especialmente por su carácter mercenario. Y solamente por extensión puede aplicarse a la mujer que se acuesta con varios hombres (o viceversa). Si no recibe compensación económica, directa o indirectamente, no debiese, a buen entender, llamarse prostituta (ni antes, ni ahora).
En la epopeya de Gilgamesh, sumeria en su origen, el protagonista es dos tercios dios y un tercio hombre y el relato de sus andanzas comienza con las quejas de los habitantes de Uruk contra él: “Su lubricidad no respeta a las vírgenes, ni a las hijas de los guerreros, ni a las esposas de los nobles”, dicen, pidiendo ayuda a los dioses. La diosa Aruru -para combatirle- crea a Enkidu, un monstruo contra el que Gilgamesh se verá impotente pero del que acaba convirtiéndose en amigo. Juntos entonces deciden hacer un largo viaje en busca de aventuras… Para terminar con ello, enviarán una prostituta que se une a Enkidu durante seis días y siete noches, después de lo cual, como no podía ser menos, el pobre Enkidu está hecho trizas. Cuando recobra los sentidos, la prostituta, “conduciéndole como una madre”, le enseñará a convivir con los humanos. Enkidu, pues, representa las fuerzas de la oscuridad y el lado animal del hombre, que se civiliza con el encuentro con la cortesana.
En Babilonia el ser prostituta no era ninguna deshonra. En tiempos de Hammurabi, hacia 1750 a. de C., en los templos había cortesanas que servían de intermediarias entre los fieles y la divinidad. Se cree que esta prostitución sagrada tenía su origen en los ritos prehistóricos de la fecundidad.
Mil años después el historiador griego Heródoto escribe: “Toda mujer del país debe, por lo menos una vez en su vida, ir al templo y entregarse a un desconocido. No puede volver a su domicilio hasta que un hombre haya depositado una moneda de plata en su regazo y se la haya llevado a acostarse con él. La mujer no tiene derecho a escoger, tiene que seguir a quien le ha dado la moneda. Cuando ella se ha acostado con él, ha cumplido ya su deber para con la diosa y puede regresar a casa. Las mujeres hermosas pueden volver en seguida a su domicilio pero las feas o mal formadas deben esperar mucho tiempo antes de poder cumplir con las obligaciones impuestas por la ley. Algunas, tres o cuatro años”.
Las prostitutas sagradas estaban clasificadas como harimtu, que era una cortesana semisagrada, la gadishtu, sagrada, y la ishtaritu, consagrada a la diosa Ishtar. Un refrán babilónico decía: “No te cases con una harimtu pues son innumerables sus maridos, ni con una ishtaritu pues está reservada a los dioses”.
La ley ordenaba que una prostituta no podía llevar velo ni cubrir su cara como las demás mujeres, ni podía tampoco cubrirse la cabeza.
La creencia en una Divina Madre, creadora de todo lo existente, era general en el Antiguo Oriente. Se la suponía, en algunos casos, anterior a cualquier dios masculino. Eso recuerda la tendencia de algunas iglesias protestantes, la mayor parte de ellas norteamericanas, que, seriamente, predican que Dios es un ser andrógino. Así, en un congreso mundial de Iglesias que se celebró en Berlín oeste en el año 1974, el profesor Nelle Mortau, teólogo americano, sostuvo la teoría que el nombre Elohim, dado a Dios en la Biblia, se componía del nombre de una diosa, Eloh, y del sufijo masculino plural hebreo him, mientras que Yahvé, que se tradujo erróneamente por Jehová, derivaba de una diosa antigua de Samaria. Por otra parte, la célebre sufragista inglesa mistress Pankhurst dijo una vez a una de sus seguidoras: “Ruega a Dios. Ella te ayudará”.
Un texto griego atribuido a Demóstenes dice: “Las heteras sirven para proporcionarnos placer, las concubinas para nuestras necesidades cotidianas y las esposas para darnos hijos legítimos y cuidar la casa”. Estas distinciones muestran la diferencia y la consideración con que eran tratadas las prostitutas en la antigua Grecia.
Las heteras, bellas, inteligentes y cultivadas, eran muy consideradas entre los griegos. Hemos de pensar que, a menudo, el éxito de una mujer, pública o no, depende no tanto de sus cualidades físicas como de su inteligencia, su talento y su modo de comportarse. Ternura, cariño, comprensión, reales o fingidos, cautivan más a los hombres que la belleza corporal. Y las heteras sometían a los hombres por todo aquello que los maridos prohibían a sus esposas. Sabían leer y escribir, cultivaban la compañía masculina y alegraban los banquetes en los que las legales compañeras de los maridos estaban excluidas.
Mientras que las mujeres decorosas se ponían prendas de lino o lana, las heteras utilizaban ropas transparentes, generalmente de color azafranado, si bien solían desenvolverse completamente desnudas. Se maquillaban con polvo de albayalde, lo que daba a entender que no tenían necesidad de trabajar expuestas al sol. Sus peinados, como los de las mujeres de clase alta, eran enrevesados y llenos de postizos.
Una de ellas, Metiké de nombre, fue llamada Clepsidra porque utilizaba un reloj de agua, clepsidra, para medir el tiempo que dedicaba a cada cliente. Otra, Aspasia, recibía en su casa la flor y nata de la sociedad ateniense. Por ella, el líder Pericles repudió a su esposa, renunció a sus hijos y se cree que fue incluso la instigadora de la guerra que Atenas declaró a Samos. Aspasia se hacía notar por su capacidad en retórica y por su brillante conversación, y no sólo como mero objeto de belleza física. Según Plutarco, su hogar se convirtió en un centro intelectual de Atenas, y atrajo a los más prominentes escritores y pensadores. El mismo Sócrates con sujetos bien conocidos frecuentó su casa, y varios de los que la trataron, a pesar de su vida inmoral, llevaban a sus mujeres a que la oyesen conversar. Una mujer hermosa, autosuficiente, admirable y lista, que fue capaz de “dirigir a su antojo a los principales hombres del estado y ofrecía a los filósofos la ocasión de discutir con ella en términos exaltados y durante mucho tiempo”, arrojando luz y sabiduría sobre cualquier tipo de cuestiones.
Y es que Atenas fue rumbo preferido de barcos que buscaban recalar en su puerto, gente variopinta atraída (también por tierra) por la fama que en el Mundo Antiguo conocido tenían sus casas de citas. Casi podría afirmarse que se convirtió en el primer destino de “turismo sexual”, un lugar donde la prostitución estaba perfectamente regulada, pagando hasta sus impuestos y llegando incluso a existir prostíbulos estatales a precios más reducidos. Parece claro que los atenienses consideraban la prostitución como un componente de su democracia.
Existían tres categorías de prostitutas: Las pornai, las más inferiores en el escalafón -la palabra proviene de pérnêmi que significa “vendida”-, eran generalmente esclavas, propiedad del pornoboskós o proxeneta (literalmente el “pastor”). Debían ir vestidas de una manera determinada para que se distinguiera su condición. Su trabajo se desarrollaba en los prostíbulos, generalmente en los barrios conocidos por esta actividad, tales como El Pireo (puerto de Atenas) o el Cerámico de Atenas, siendo frecuentadas por marinos y ciudadanos pobres. A esta categoría pertenecían también las mujeres de los burdeles del Estado ateniense. Después estaban las independientes, que se maquillaban de forma llamativa y ofrecían directamente sus encantos en la calle. A veces se servían de reclamos para atraer a la clientela, habiéndose encontrado sandalias con las que según se iba andando se dejaba una huella en el suelo que ponía ΑΚΟΛΟΥΘΙ, AKOLOUTHI (o sea, “sígueme”). Eran prostitutas de diverso origen: mujeres que no encontraban otro empleo en la ciudad de llegada, viudas pobres, antiguas pornai que habían logrado independizarse…, debían estar registradas y pagaban un impuesto. Sus tarifas variaban mucho, yendo desde un estátero (antigua moneda griega equivalente a cuatro dracmas) por visita a una especie de bono de doce servicios por casi el mismo precio, cinco dracmas. A este respecto, en el siglo II, en su ‘Diálogos de las cortesanas’ de Luciano de Samósata, la prostituta Ampelis considera una cantidad mediocre cinco dracmas por visita. En el mismo texto, una joven virgen puede pedir una mina, o sea, cien dracmas, incluso dos minas. Una joven y bella prostituta podía imponer mejores sumas que una colega en declive, aunque la iconografía de las cerámicas muestra que existía también un mercado específico para las mujeres mayores. Parece, pues, que mayormente todo dependía de si el cliente pretendía o no la exclusividad de la prostituta, existiendo incluso arreglos intermedios donde un grupo de amigos compraba la exclusividad, teniendo con ello cada uno derecho a una parte del tiempo. Finalmente, en la cúspide de la jerarquía de las prostitutas, se encontraban las hetairas o heteras (de manera literal, su significado es “compañía”) que, a diferencia de las otras, como ya hemos hablado, no solamente ofrecían servicios sexuales, sino que en cierta medida podría comparárselas a las geishas japonesas, poseedoras de una esmerada educación y capaces de tomar parte sin problema en las conversaciones de las gentes cultivadas de aquella época. Eran las únicas, entre todas las mujeres de Grecia (excepto las espartanas), que recibían una cuidada formación. Independientes, podían administrar sus bienes y no era nada extraño que personas establecidas entablaran una relación con ellas paralela a la de su matrimonio oficial. Incluso hubo varias hetairas -aparte de la ya mencionada Aspasia de Mileto- que influyeron notablemente en personajes famosos como es el caso de Tais que fue íntima de Alejandro Magno, que se enamoró profundamente de ella, y de Ptolomeo I, fundador de la dinastía Ptolemaica. O de Teodota, compañera del general y prominente estadista Alcibíades, a la que se describe rodeada de esclavas, ricamente vestida y alojada en una casa de gran altura. Otras se distinguen por sus gastos extravagantes: como Rodopis, cortesana egipcia liberada de la esclavitud por el hermano de la poetisa Safo que se distinguiría por hacerse construir una pirámide. (Heródoto no cree en esta anécdota, pero sí describe una inscripción muy costosa que ella financió en Delfos.)
Otra hetera, Filomena, declaraba francamente a un enamorado suyo: “¿Por qué me escribes tan largas cartas? Necesito cincuenta monedas de oro y no epístolas. Si me quieres, paga; si prefieres el dinero a mí, deja de molestarme. Adiós”. Más claro, el agua.
Lais de Corinto fue una hetera tan célebre que Demóstenes viajó de Atenas a su ciudad para conocerla. Habiéndole dicho que la deseaba, Lais pretendió de él una considerable suma. “No compro tan caro un arrepentimiento”, contestó el insigne orador antes de volverse por donde había venido.
Las tarifas de estas cortesanas variaban mucho, es cierto, pero las de estas últimas en la clasificación, en verdad las primeras de la lista, eran sustancialmente más elevadas que las de las prostitutas comunes. Así, en la comedia nueva, varían de veinte a sesenta minas por un número de días indeterminado. En ‘El adulador’, Menandro menciona a una cortesana ganando tres minas por día, o lo que es lo mismo, precisa, más que diez pornai reunidas. Y si hay que creer al abogado y escritor Aulo Gelio (‘Noches áticas’), las cortesanas de la época clásica cobraban hasta 10.000 dracmas por una noche.
Uno de los numerosos términos en el argot griego para designar a una prostituta era khamaítypos, literalmente “la que golpea la tierra”, indicándose con ello que la prestación del servicio tenía lugar directamente sobre el suelo. Y es que si volvemos a Lais, esta dijo una vez -en su casa cuando se hablaba de sabios y filósofos-: “Yo no sé de ellos más que lo que me cuentan. No he leído sus libros, pero no creo en su sabiduría. ¡Si supieseis lo que me piden y hacen estos sabios y filósofos cuando están a solas conmigo!”. A cuánto llegarían esas peticiones que incluso un día en el que el eximio escultor Mirón se presentó en su casa solicitando sus favores, a Lais no le quedó más remedio que rechazarlo. Resulta curioso que creyendo el buen hombre que la causa del rechazo había sido su edad y sus canas, se tiñó el pelo y volvió de nuevo a presentarse en el domicilio de la hetera que, en cuanto le vio, exclamó: “¡Tonto! Tú pides una cosa que le he negado a tu padre”.
Otra hetera, Friné, fue acusada una vez de haber cometido un delito. Abocada sin remedio al castigo, su abogado no encontró mejor medio para defenderla y como último y desesperado recurso ante la inminente pérdida del juicio que desnudarla ante el Tribunal y exclamar: “¡Creéis que una mujer tan bella puede cometer falta alguna?”. Los jueces lo debieron entonces ver más claro porque absolvieron a Friné, una cortesana que se enriqueció tanto que levantó una estatua de oro macizo en honor a Júpiter con la inscripción: “Gracias a la intemperancia (falta de moderación y templanza) de los griegos”. Y más lista que el hambre, pues un día que se encontraba en un banquete con otras mujeres y que se jugó a que todas hiciesen lo que hiciera una de ellas, cuando le tocó el turno a Friné, mandó que le trajesen un recipiente con agua, lavándose seguidamente la cara en él:
–Ahora, que otras hagan lo que yo he hecho.
Y como Friné no usaba pomadas ni afeites de ninguna clase, apareció después del gesto tan atractiva y radiante como antes del mismo, cosa que no sucedió de la misma manera con sus demás compañeras de juego.
A su costa hizo reconstruir las murallas de Tebas con la inscripción: “Friné ha rehecho lo que Alejandro había deshecho.” Y una vez en la que el afamado escultor Praxíteles le ofreció sus obras para que entre ellas eligiera la que mejor le pareciese, dudando de su buen gusto y confiando más en el experto del artista, una noche, en una cena, mandó que uno de sus sirvientes gritase despavorido que el taller de Praxíteles estaba ardiendo.
–¡Ay, mi Cupido!, vociferó sobresaltado el escultor.
Y así supo Friné, con esa estratagema de mujer que se las sabe todas y que ha vivido mucho, cuál era su mejor creación, que obvia decir fue la que escogió. Una cortesana de bandera que según Ateneo de Náucratis, lo más hermoso de ella era precisamente “lo que no se veía”: se tapaba con una túnica que le cubría todo el cuerpo y no iba nunca a los baños públicos, por lo que no era fácil contemplarla sin ropa. Eso sí, “en la fiesta de las Eleusinias (culto en honor a las diosas Deméter y Perséfone), bajaba desnuda la escalinata del templo, corría hacia la playa y se bañaba en el mar ante el alborozo de la muchedumbre”.
No obstante, la carrera de una prostituta era corta e incierta: sus ingresos disminuían con el pasar de los años y para poder vivir con decoro su vejez, les convenía amasar el mayor dinero posible mientras aún estaban a tiempo. Y, por supuesto, para continuar generando ingresos debían evitar en lo posible quedarse preñadas.
Sobre este asunto, las técnicas utilizadas por las griegas son mal conocidas pero un tratado atribuido a Hipócrates (Del esperma) describe el caso de una bailarina “que tiene el hábito de ir con hombres” donde se recomienda que salte de talones para hacer caer el líquido seminal y evitar todo riesgo. Parece igualmente verosímil que las pornai tuvieran el recurso del aborto o el infanticidio por exposición (abandono). En el caso de las prostitutas independientes, la situación es menos clara puesto que una joven podía ser educada en el oficio, suceder a su madre y así mantenerla cuando fuese mayor.
Pero las concubinas no tenían ni la consideración de las heteras ni el rango social de las esposas y terminaban, en la mayoría de ocasiones, vendidas a un burdel cuando sus amos se cansaban de ellas. (Por cierto que la palabra burdel, según el etimólogo y lexicógrafo Corominas, se deriva de bordell y esta de bord, “bastardo”. Bordell significaría, pues, “el lugar en donde se engendran bastardos”.)
Las cerámicas proporcionan un testimonio sobre la vida cotidiana de las prostitutas. Su representación, muy frecuente, se acoge a cuatro formas repetitivas con algunas variantes: escenas de banquete; relaciones sexuales donde la aparición de prostitutas se reconoce a menudo por la presencia de un monedero (recordándonos de nuevo el sempiterno carácter mercantil de la relación putera), y donde la posición más frecuentemente representada era la del perro o la sodomía (la sodomía era considerada como envilecedora para un adulto, y parece que la posición “del perro” poco gratificante para la mujer); escenas de tocador donde es frecuente que la prostituta tenga un cuerpo poco agraciado (un kílix -copa para beber vino- muestra incluso a una prostituta a punto de miccionar en un orinal); y escenas de malos tratos con representaciones en las que las prostitutas son amenazadas con un palo o con una sandalia y obligadas a aceptar relaciones sexuales juzgadas degradantes por los griegos: una felación (la higiene en aquellos tiempos dejaba bastante que desear para meterse ciertas cosas en la boca), la mencionada sodomía, o incluso las dos al mismo tiempo.
Y aunque las heteras eran, sin duda alguna, las mujeres más libres de toda Grecia, no fueron pocas las que desearon volverse respetables encontrando marido. A este respecto, Ateneo remarca que “las putas que se transforman en mujeres honorables son generalmente más fiables que esas damas que se precian de su respetabilidad” y cita a varios grandes hombres griegos, hijos de un ciudadano y de una cortesana.
Había también en Grecia pornoi, “prostitutos”. Una parte de ellos se dirigía a una clientela femenina: la existencia de gigolós está atestiguada desde la época clásica. Así, en la comedia Pluto (versos 960-1095), Aristófanes pone en escena a una vieja y a su joven doncel, obligado por la pobreza a mimarla a cambio de dinero contante y sonante, medidas de trigo o vestidos. Sin embargo, la gran mayoría de los prostitutos estaban destinados a la clientela de hombres adultos. Y contrariamente a la prostitución femenina, que movilizaba a mujeres de todas las edades, la masculina estaba básicamente reservada a los adolescentes, juzgados deseables, aproximadamente, desde la pubertad hasta la llegada de la barba, pues la vellosidad de los chicos era objeto de pronunciado asco para los griegos (en este sentido, la depilación constituía una necesidad para los jóvenes adultos que quisieren practicarla).
Igual que su equivalente femenino, la prostitución masculina no era en Grecia un objeto de escándalo, y así, las casas de citas de chicos esclavos existían no sólo en los “barrios calientes”, sino por todas partes de la ciudad, pagando religiosamente también sus impuestos.
Uno de los más célebres de estos jóvenes prostitutos fue, sin duda, Fedón de Elis: reducido a la esclavitud al ser conquistada su localidad, debió trabajar en una casa de citas hasta el momento en que es rescatado por Sócrates, quien le hará destacar entre sus alumnos. El joven se convierte en seguida en discípulo del filósofo y da su nombre al Fedón, uno de los Diálogos de Platón, narrando la muerte de este.
Dirijamos la mirada ahora hacia la antigua Roma, donde las prostitutas eran llamadas: meretrices (quere corpore merent), cuyo nombre se ha conservado en español; palam, que quiere decir “sin elección”, es decir que tiene que aceptar a todo el que paga; scortum, o pellejo (parece que en tiempos las prostitutas llevaban vestiduras de piel); lupa, o sea, loba, unos dicen que por su rapacidad (propia de los lobos) y otros porque aullando como estos animales llamaban a sus posibles clientes. La palabra lupa -de la que deriva lupanar- se extendió tanto para designar a las prostitutas, que para las hembras del lobo se usaba preferentemente la de gemina lupus. (Algo parecido a lo que pasa en el italiano con vacca, que significa vaca, pero que es más usado para designar a las prostitutas de baja estofa. Para la hembra del toro se usa, en cambio, mucca, aplicado en especial a las vacas lecheras.) También se las llamaba fogata porque debían vestir la toga en vez de la estola propia de las matronas decentes.
En Roma, la prostitución era considerada como un bien social y las prostitutas como preservativo del honor de las familias. Horacio nos cuenta que Catón el Viejo, viendo salir de un lupanar a un joven conocido suyo le dijo:
–Bien hecho, aquí es donde deben venir los jóvenes cuando el deseo hincha sus venas, en vez de palpar las esposas de los otros.
Aunque viéndole salir otras veces del mismo lugar le increpó:
–Joven, aquí se puede venir alguna que otra vez, pero no sabía que habías fijado tu domicilio.
Séneca en sus Controversias pone en boca del defensor de un joven las siguientes palabras: “No ha pecado en nada, que ame a una meretriz es natural; es joven, ten un poco de paciencia; se enmendará y se casará.”
Cada prostituta a la entrada de su celda tenía un dibujo con el que hacía referencia a su especialidad o trabajo que realizaba. La emperatriz Mesalina tenía alquilada una celda en uno de los lupanares más miserables de toda Roma, y a la puerta de su celda figuraba su nombre de guerra: Lycisca (la loba, pues el nombre de Lycisca viene del griego lykos, “lobo”), y allí recibía a todos los hombres que podía, prostituyéndose sin escoger a ninguno. Al alba regresaba a palacio cansada pero no saciada, como explica el historiador Suetonio. Las malas lenguas hablan que por una apuesta con otra prostituta se trabajó en una jornada a toda una centuria. Y acerca de la loba que amamantó a Rómulo y Remo (los hermanos supuestamente encargados de fundar Roma), racionalmente nos explica Livio, otro historiador romano, que hay quienes afirman que Larentia, la esposa del pastor Faústulo que recogió a los gemelos, era conocida como lupa por venderse entre los pastores, por lo que Roma sería hija de una puta donde reina la puta Mesalina.
Pero no hay que idealizar tampoco la vida de las prostitutas. Por cada mujer que decidía llevar este tipo de existencia, había muchas más que eran obligadas a ello.
Los lupanares, que estaban regentados por un leno (-de ahí la palabra lenocinio, “intermediario”, “oficio de alcahuete”, “proxeneta”, casa de lenocinio, “casa de prostitución”-, quien cuidaba del orden y de cobrar a los clientes si las mozas eran esclavas; si eran libres cobraban ellas y daban su comisión al leno, -que es lo que hacía Mesalina-), eran identificados en la calle con un gran falo que se iluminaba por la noche. Normalmente estaban decorados con murales alusivos al sexo y en las puertas de las habitaciones era común encontrar una lista de servicios y precios. Las celdas se llamaban fornices, que significa “curvatura inferior de un arco” y de donde viene el verbo fornicar (término que hoy en día se emplea como sinónimo de relación sexual, pero que en su origen servía únicamente para definir cuando este acto se realizaba con prostitutas o fuera del matrimonio), porque estaban situadas muchas veces bajo las bóvedas y arcadas de algunos monumentos públicos, como el circo, el anfiteatro, los teatros, el estadio, etc.
El arte erótico de Pompeya brinda ejemplos gráficos de lo que ofrecían las prostitutas, cuyo coste podía variar ampliamente por un mismo acto sexual o por solicitudes específicas. El precio acostumbrado era alrededor de dos ases, un cuarto de denario, correspondiente al pago de media jornada de un trabajador. Algunas cobraban menos. Un insulto común, cuadrantaria, hacía referencia a una moneda pequeña, el cuadrán, la cuarta parte de un as. Equivaldría en la actualidad a llamar a alguien algo así como “puta de cinco céntimos”, furcia de ocasión, ramera de saldo.
Existen también referencias de algunos prostíbulos que eran frecuentados por mujeres de clase social elevada que acudían para mantener relaciones con chicos jóvenes. Las mujeres, sin embargo, como indican los tradicionales epitafios romanos, debían respetar las reglas de fides marita (“fidelidad conyugal”) y ser leales a sus esposos. Hay evidencias de que Augusto, poco después de asumir su cargo como emperador, promulgó leyes que hacían del adulterio femenino un delito.
Una de las versiones que se barajan sobre el origen de la palabra puta, procede de una diosa menor de la agricultura romana que lucía tal nombre. En los días de fiesta en honor a esta divinidad se procedía a la poda (puta) de los árboles, y con las ramas, las mujeres que deseaban quedarse embarazadas eran azotadas ritualmente. Las sacerdotisas practicaban también una bacanal sagrada en honor a la diosa Puta. Con el paso del tiempo el nombre de esta deidad quedó para denominar a la mujer que ejercía la prostitución.
La menta era considerada como un gran afrodisíaco y en épocas de guerra se prohibió su cultivo y las infusiones de tal planta para no debilitar de esta manera a los soldados. Y es que donde había un campamento romano, no tardaba mucho tiempo en aparecer un prostíbulo para contentar a la tropa.
El Derecho romano definía a las meretrices como “personas que abiertamente obtienen dinero con su cuerpo”, pero las leyes no castigaban a las prostitutas, que no podían ser procesadas por su profesión. Por tanto, el sistema legal romano dejaba en paz a sus putas. Hasta donde se sabe, a las autoridades tampoco les importunaban los aspectos éticos; a fin de cuentas, tener relaciones con una prostituta no quebrantaba ninguna ley, ni siquiera las constricciones morales en lo que concernía a los hombres. Es poco probable que las prostitutas tuvieran que inscribirse en registros oficiales. Como a la élite no le importaba un ápice su control, no había motivos para molestarse en registrarlas. Sin embargo, las autoridades cayeron en la cuenta de que estos servicios podían ser gravados, y ya a mediados del siglo I d. C. estas pagaban una tasa. Este impuesto, como nos cuenta Suetonio, alcanzaba el montante de un servicio sexual, y no podía evadirse con el pretexto de haber abandonado la profesión.
En cuanto a la diferencia entre concubina y esposa, el jurista Paulo escribió en sus Opiniones que “una concubina se diferencia de una esposa solamente en la consideración en la que se la tiene”, queriendo decir que una concubina no era considerada socialmente igual a su hombre como lo era la consorte. Mientras que la ley oficial romana decía que un hombre no podía tener una concubina al mismo tiempo que disponer de cónyuge, hay varios acaecimientos notables en esto, incluyendo los famosos casos de los emperadores Augusto, Marco Aurelio y Vespasiano. En una ley atribuida a Numa Pompilio se dice: “Una concubina no tocará el altar de Juno (diosa del matrimonio). Si lo hace, le ofrecerá sacrificio con una oveja teniendo el pelo suelto”.
El sexo durante el embarazo era socialmente aceptable, como se menciona en un informe sobre Julia, la hija de Augusto, quien utilizó sus embarazos como una forma de tener relaciones con otros hombres además de su marido.
En la Roma imperial la violación ocupaba un lugar importante en la vida sexual, se atropellaba sin vergüenza y se consideraba que el individuo forzado obtenía placer de ello. El modelo de la sexualidad romana era la relación del amo con sus subordinados (esposa, pajes, esclavos), es decir, el sometimiento. El deleite femenino era totalmente ignorado o presupuesto. En la moral sexual la oposición era someter/ser sometido. Someter era loable, ser sometido era vergonzoso solamente si se era un varón adulto libre. Si se era mujer o esclavo era lo natural. Así, los romanos creían que los hombres debían ser los participantes activos en todas las formas de actividad sexual. La pasividad masculina simbolizaba pérdida de control, la virtud más preciada en Roma. Era social y legalmente aceptable para los hombres romanos tener sexo así con mujeres y hombres prostitutos como con esclavos, siempre y cuando el hombre romano fuese, pues, el activo. Leyes tales como Lex Scantinia, Lex Iulia y Lex Iulia de vi publica regulaban las actividades de sexo homosexual entre hombres libres y, tanto Lex Scantinia como otras legislaciones especiales de la milicia romana, ponían pena capital a estas prácticas. Un hombre que disfrutaba siendo penetrado era llamado pathicus o catamita o cinaedus, duramente traducido como “pasivo” en sexología moderna, y era considerado como débil y femenino.
Pocos reportes existen sobre el amor entre mujeres a través de los ojos femeninos, por lo que solamente se tiene el punto de vista masculino. Como se ha dicho, las mujeres no tenían libertad en su sexualidad aunque los hombres consideraban la homosexualidad femenina como algo excitante y morboso, pero no muy hablado por la sociedad, ya que la mujer de entonces sólo disponía del papel de ser madre, no de disfrutar o elegir sus prácticas y comportamientos sexuales. Una mujer que quería ser la pareja activa en una relación sexual era una tribade. (El tribadismo es la práctica de sexo génito-genital entre dos mujeres, palabra que deriva del verbo tríbō del griego antiguo, que significa frotar.)
Y ya que se ha hablado de etimologías latinas (antes de continuar avanzando en este pequeño recorrido histórico por la putería) digamos que del griego, directamente o a través de cultismos, ha llegado hasta nosotros buena parte del vocabulario erótico (de Eros, dios del amor). Por ejemplo, afrodisíaco (de Afrodita, diosa del amor); homosexualidad (masculina y femenina pues el disilábico homo deriva del griego homos, “semejante”, y no del latino homo, “hombre”); narcisismo (de Narciso, el joven que estaba enamorado de sí mismo); ninfomanía, pederastia y pedofilia (de paidós, “niño”); satiriasis (“deseo sexual exagerado o exacerbado en el hombre”, de los sátiros que vivían en los bosques); safismo, lesbianismo (de Safo de Lesbos, poetisa griega a la que se atribuían amores con sus discípulas), etc.
El cristianismo osciló, desde sus orígenes, entre Eva y la Virgen María. La primera era el origen del pecado y por ello las mujeres son llamadas por algunos Padres de la Iglesia “vaso de corrupción”, “sentina de todos los vicios”, y otras lindezas por el estilo. María, por otra parte, representaba el origen de la Redención, era la mujer que había pisoteado la cabeza de la serpiente que hizo pecar a Eva. Una era el primer pecado, otra la suprema virtud. Entre las dos se encuentra María Magdalena.
Aunque el Evangelio no lo dice, se atribuyó a María de Magdala el episodio de la pecadora que unge los pies del Señor. Es aquella a quien Jesús dice: “Mucho te será perdonado porque has amado mucho”.
A María Magdalena la hagiografía piadosa de la época añade otra María, la Egipcíaca. Jacopo della Voragine en su ‘Leyenda áurea’ nos cuenta su historia con ingenuas palabras. He aquí aquellas en que María explica su propia vida: “Yo nací en Egipto. A los doce años fui llevada a Alejandría, y a los diecisiete me dediqué a la prostitución de mi cuerpo; en este oficio permanecí mucho tiempo. En cierta ocasión, al enterarme que desde el puerto de Alejandría iba a salir un barco cargado de peregrinos que se dirigían a Jerusalén para adorar la Santa Cruz, rogué a los marineros que me permitieran embarcarme en su navío. “¿Tienes dinero para pagar el pasaje?”, me preguntaron. Yo les respondí: “No tengo dinero, pero puedo pagar con mi cuerpo”. Ellos aceptaron, me dejaron embarcar, y durante la travesía usaron y abusaron de mí cuanto quisieron. Al llegar a Jerusalén, quise también adorar la Santa Cruz y me dirigí a la iglesia, pero al acercarme a la puerta del templo me sentí rechazada por una fuerza invisible, que no me dejaba pasar. Cuantas veces intenté penetrar en el sagrado recinto, y fueron muchas, otras tantas me lo impidió una mano misteriosa. Al observar que todos los demás entraban libremente en la iglesia sin que nadie les pusiera impedimento, y que solamente a mí se me vedaba el paso, traté interiormente de indagar cuáles podrían ser las causas de tan extraño fenómeno, hasta que caí en la cuenta que no podían ser otras que las de la enormidad de mis pecados. Entonces empecé a darme golpes de pecho y a derramar amarguísimas lágrimas y a prorrumpir en profundos suspiros. En esto, vi que sobre la portada había una imagen de la Bienaventurada Virgen María, en la que hasta entonces no había reparado, y mirándola tiernamente le rogué con copioso llanto que me alcanzase de Dios la gracia, que se me perdonasen mis culpas y que pudiese pasar al interior del templo para venerar la Santa Cruz, prometiéndole a Cristo y a Nuestra Señora que en cuanto saliera de aquella iglesia abandonaría el mundo y viviría en absoluta castidad hasta el final de mis días. Una vez hecha esta oración y promesa quedé tranquila y firmemente convencida que la Bienaventurada Virgen María me alcanzaría lo que le había pedido, y, sin dudarlo, me acerqué al dintel del templo, lo traspasé y entré en el santo lugar sin que nadie ni nada me lo impidieran”. Después, arrepentida, se retiró al desierto haciendo penitencia durante cuarenta años. Por ello, santa María Egipcíaca era la advocación a la que se dirigían las prostitutas y los que querían apartarlas de su vida de vicio. (Muchas calles de ciudades españolas antaño llevaban los nombres de Egipcíacas, Arrepentidas, u otros nombres recuerdo de los asilos o refugios que albergaban a las que dejaban su vida de prostitución).
En la Edad Media este oficio fue objeto de múltiples ordenanzas, leyes y decretos. No podían vestir como las demás mujeres, sino en forma tal que se distinguiesen de las damas llamadas honestas. Los vestidos cambiaban según el lugar… en Florencia, por ejemplo, era frecuente que llevasen campanas en sus sombreros y guantes, en tanto que en Milán llevaban un manto negro. Y en España la ley dictaba que las mujeres de vida alegre, como distintivo de su profesión, debían llevar obligatoriamente como indumentaria un jubón (vestidura que cubre hasta la cintura) de picos pardos, de donde nació la expresión “irse de picos pardos”, o lo es que lo mismo, irse con una mujer de la vida. Hoy, no obstante, el modismo se usa como sinónimo de diversión y juerga, pero no necesariamente con mujeres de mala fama.
De todos modos, con esto de las mujeres honestas, si se hace caso del testimonio del cronista Alonso de Palencia, ciertas damas, las portuguesas que acompañaron a la reina Juana -esposa de Enrique IV de Castilla-, puesto por caso, no debían ir muy honestamente vestidas pues las describe así: “Ocupaban sus horas en la licencia… y el tiempo restante lo dedicaban al sueño cuando no consumían la mayor parte en cubrirse el cuerpo con aceites y perfumes, y esto sin hacer de ello el menor recato, antes descubrían el seno hasta más allá del ombligo y desde los dedos de los pies, los talones y canillas hasta la parte más alta del muslo interior y exteriormente cuidaban de pintarse con blanco afeite para que al caer de sus hacaneas (caballo de poca alzada), como con frecuencia ocurría, brillara en todos sus miembros uniforme blancura”. Añadamos que la mayor parte de ellas llevaba depilado el pubis. Reminiscencia judía y musulmana.
Pero en verdad, las prostitutas, por ley, debían ir ahora más cubiertas y más honestamente ataviadas. Gajes del oficio. Y es que en toda Europa se cuidó de reglamentar los burdeles. San Luis, rey de Francia, Alfonso X… todos, dictaron normas y más normas para el ejemplar regimiento de las prostitutas.
En el siglo XIII empezó a generalizarse el uso de la palabra puta -vocablo al que más arriba se le ha dedicado ya profunda mención y análisis-… (Según el inevitable y siempre tan útil diccionario de Corominas, al que tantas veces se debe recurrir para saber, la palabra deriva del italiano putto, “niño”, aunque en la actualidad se usa casi exclusivamente como término artístico para designar los niños pintados, grabados o esculpidos que se encuentran en algunas obras de arte, los putti de Donatello o de Luca della Robbia, por ejemplo.) …No tenía en principio otro valor que el de designar a una mujer que ejercía la prostitución, habíamos dicho. Y es que en otros tiempos había el pudor de los hechos y no el de las palabras, al revés de lo que sucede hoy. Antes se hacía el amor privadamente en las casas públicas y hoy se hace públicamente en las casas privadas.
En el arte, la prostitución adquiere cartas de nobleza en cuadros como los de Carpaccio, en el museo Correr de Venecia, o en la célebre Dánae, en el museo del Prado de Madrid, donde Tiziano nos la muestra recibiendo la lluvia de oro en que Júpiter se había convertido para poseerla. Es de resaltar (fijarse en la ilustración que se acompaña a la izquierda) que Júpiter se transforma no en polvo áureo sino en monedas de oro que, en su delantal, va recogiendo una vieja con trazas de celestina. Es uno de los cuadros más auténticamente pornográficos, en el sentido etimológico de la palabra, que uno podrá contemplar jamás, donde al orgasmo reflejado en la cara de Dánae se contrapone la codicia de la alcahueta.
Los burdeles o mancebías que proliferaron por el Medievo fueron un gran negocio. Las mancebías solían ser uno o varios edificios rodeados por un muro en cuyo interior se podían disfrutar, naturalmente previo pago, de todo tipo de placeres carnales. Además, se hacía bajo el beneplácito de las autoridades (incluso las eclesiásticas) ya que estas miraban hacia otro lado haciendo caso omiso de lo que allí dentro sucedía porque preferían tener tan incómodo mercadeo en un sitio restringido y controlado, a que la tentación y la lascivia campara a sus anchas por el libre albedrío callejero de pueblos y ciudades. Los dueños de estos establecimientos no eran gente de mal vivir y de antecedentes dudosos, más bien todo lo contrario. Solían ser nobles señores que habían recibido los derechos de explotación de un burdel de mano del mismísimo rey, el único que podía concederlos. No fueron pocas, por ejemplo, las mancebías que concedió en España la muy católica Isabel de Castilla a sus más destacados militares. Y es que en aquellos difíciles tiempos de penuria generalizada, que te concedieran un burdel solucionaba definitivamente tu vida.
Raro era, pues, la villa o ciudad donde no existía uno o varios de estos placenteros lugares que eran visitados por personajes de todas las escalas sociales, incluidos los mismos monarcas, a quienes gustaba de acercarse a ellos para echar una regia canita al aire de vez en cuando, aunque eso sí, vestidos de riguroso incógnito. Ante tales visitas, no es de extrañar, que ya entonces, estos sitios comenzaran a manejar mucho dinero. Con respecto a este tema…
Algunos atribuyen al famoso escritor español Quevedo el siguiente soneto a cuenta y razón de pagas amorosas:
Dar un real a una dama es menosprecio;
dos la daréis, si es prenda conocida;
y tres cuando, conforme a estado y vida,
darla cuatro os parezca caso recio;cuatro es el moderado y justo precio;
mas si la prenda fuese tan subida,
seis la daréis, con tal que no os los pida
si la diéredes más, quedáis por necio.Esta doctrina es llana y resoluta;
ha lugar si la dama que os agrada
os pareciese libre y disoluta;mas si fuese tan grave y entonada
que menosprecie el título de puta,
si la queréis pagar, no la deis nada.
Como se intuye con su lectura, era mucho el descontrol y la arbitrariedad que en lo relativo al precio justo de vender el cuerpo existía (parece que es difícil en toda época y lugar eso de ponerle una cantidad ecuánime al préstamo de la sensual carne), por lo que tan afamado escritor -esta vez sí, seguro que es obra suya- tuvo a bien elaborar (literariamente se entiende, no de aplicación legal) una justa y equitativa tarifa a la actividad de las prostitutas usando como baremos su aspecto y características personales que, a modo de divertido ejemplo y según su consejo, debía de regir el funcionamiento del negocio puteril. Como veremos, la confrontación de cualidades y cantidades monetarias enfatiza la consideración de las prostitutas en conjunto como cosas. Alejado de cualquier intención moral, el precio excesivamente alto y la codicia en el oficio de las putas sirven como base para la obrilla, que se estructura de la siguiente forma: presentación de una prostituta con sus singularidades, un consiguiente precio ridículo, y posterior justificación de ese valor mediante agudas comparaciones y metáforas por semejanza (principalmente cosificaciones y animalizaciones para denigrarla burlescamente) o explicaciones. Así, en su ‘Premática que ha de guardar las hermanitas del pecar, hechas por el fiel de las putas’ (he aquí un amplio fragmento del mismo) se puede leer:
Primeramente, la dama ha de ser alta, como no sea desvaída, porque si lo es, es lo mismo que echarse un hombre con un alabardero.
Si es blanca y aguileña, conforme a lo que se usa, vale seis reales en verano.
Si es gorda, por lo que suda, se le quiten tres cuartillos, y se le añadan en invierno por lo que abriga.
Mujer chiquita, negra y roma, vale un real en todo tiempo, porque hace pecados bracos como perro de falda, si es con hombre de su tamaño; y si es mayor que ella, porque trabaja más, se le añada otro real.
Mujer blanca y rubia, para de camino y con necesidad vale veinte y cuatro maravedís y un paño (en referencia a las pecadoras del paño, busconas que se cubrían con un manto o toquilla en sus andanzas a la caza de clientes). Y mandamos que ellas ni las cantimploras ni los abanicos no se usen sino en verano, por ser frescas y buenas para el tiempo.
Mujer morena, ojinegra y pelinegra, vale un escudo, por ser la pimienta del gusto y del vicio, si es de día; y de noche porque con lo oscuro della se pierde algo de la vista más que las blancas, se les quita un real.
Mujer hermosa y boba, si calla, vale tres reales; y si habla, los pierde con el galán y la opinión. Y estos aplicamientos son para los hermanos sordos.
Mujer fea y discreta, de día no vale un cuarto; mas de noche, embozada en un rincón o detrás de una puerta, con la cara embozada o por detrás, vale dos reales; y si la tornan como purga, cerrados los ojos, vale dos reales y catorce maravedís; porque, al cabo, gozar una fea por discreta y una hermosa por boba, es una misma cosa.
Mujer flaca vale catorce maravedís; y si el que la goza tiene sarna, la debe dar cuatro cuartos más, por el aparejo que tiene en sus güesos para rascarse. Y a estas tales señalamos para la Cuaresma, por lo que tienen de cilicio (vestidura corta, tosca, tejida de cerdas; por cuya aspereza la usan inmediata al cuerpo las personas penitentes); y mandamos que en ningún tiempo se puedan ensillar, si no es en silla de borrenes, como postas y caballos saltadores, porque no hagan mataduras ni lastimen con los güesos y con lo mucho que se menean.
Las fregonas (“criadas”) en común valen a media de turrón en el campo, a pastel de ocho en casa, a fruta una libra en verano y a vez de vino en hivierno; y si se les diere alguna vez dinero, mandamos que no sea más de un real, y que sea por fuerza en cuartos; y si puede ser en ochavillos, sería mejor. Y advertimos que en verano todas las fregonas valgan de balde, por el trabajo de todo el día y no traer escarpines (tipo de calzado) y sudar los pies. Y mandamos asimismo que, como al carbón, se le quite la tara, a rata por cantidad, lo que pesaren los callos de las manos y cazcarrias (“salpicaduras”) de las sayas (prenda de vestir) y la mugre de los muslos.
Las doncellas valen tanto como costaren los juramentos para parecerlo; y si fueran de las finas, aprobadas por el contraste de virgos, valen lo que costare el descubrir y hallar una de las tales doncellas.
Mujer casada y con hijos y rica, ha de pasar a música y comedia y dijes de plomo para los niños; y ella está obligada a costear y hacer ropa blanca para el galán; y si es casada y no tiene hijos y el marido es cofrade del gusto, pide amancebamiento de a cuatro reales cada día; mas si es celoso y no sufre, no se le ha de dar nada, porque no lo entienda y la maltrate.
Mujer viuda que se fue a lo del siglo, con talle de bayeta, espíritu carmesí, cuerpo de “réquiem” (vinculación con lo fúnebre y los difuntos, es decir, porque va vestida de negro o luto) y alma de “aleluya” (-en contraposición-, de interiorizado júbilo), manto transparente, monjil malicioso, tocas con cuidado y guantes de olor, vale ocho reales; y si es suspirona y quiso bien al que pudre, vale siete reales, porque ella cansa y el amigo la acompaña. Y si es de las viudas dueñas, gualdrapa por monjil y sobrepelliz por toca, vale diez reales de hivierno por lo que abriga haciendo pecados entapizados.
Mujer hermosa y que canta bien, vale mazo de cuerdas y guitarra; y si hace garganta, vale los usados encarecimientos de alabanza de que Orfeo no cantó tan bien y los ángeles poco mejor.
Mujer fea y que canta bien, vale media libra de pasas y quince maravedís para solimán (un tipo de cosmético hecho a base de preparados de mercurio); porque las tales, viendo que valen poco, suelen pedir como alemanes cantando.
Mujer de esotra parte de cuarenta años arriba, rucia rodada (de color pardo claro -como el rucio, caballo tordo-, que va de un lugar y de un hombre a otro), pasante como quínola, abultada de días, salmonada de cabellos y colchada de barriga, que ha un año o dos que cerró, la señalamos garnacha en el tribunal de la lujuria; y sí alguna se desmandare a quererse galopear el gusto, repasarle y desapolillar las carnes, esté obligada a no tener celos de su galán y a no pedirle nada, a darle mucho, a no decirle amores; y si la faltan los dientes, la vedamos lo susodicho y la condenamos a cárcel perpetua la lengua.
A puta potrilla por domar y gazapitona (neologismo con aumentativo para compararla con el gazapo, “conejillo tierno de no muchos días”), no se le dé nada, atento a lo que el hombre trabaja en enseñarla a dar gusto.
Cabellos rubios son mejores para (…). Bizcas y tuertas dos miraduras con cuidado y un medio suspiro. (…) Cabellos cuaternarios (…) valen menos que una calva. Ojos azules no se usan y los mandamos teñir o desterramos de la corte.
Ojos verdes, para en ayunas valen tres pasos y un pecado.
Nariz larga, entrelarga y puntiaguda, vale lo mismo que una alquitara (“alambique”, utensilio para destilar); y a las que las tuvieren con arzones y caballetes (partes y piezas de una silla de montar), mandamos que las envainen para besar a sus galanes, porque no los ahoguen; y si son demasiado puntiagudas, las pongan zapatillas (forro de cuero con que se cubre el botón de hierro que tienen en la punta los floretes) como a espada de esgrima.
Boca grande y delgada y húmeda no vale nada para besadores enjutos y si besa de castañeta, vale ocho maravedís.
Boca pequeña y gorda, como no pida, se da por buena; y si es de buen aliento, vale once cuartos y una libra de peladillas.
Pie pequeño vale todo aquello que se ahorra de gasto en el zapatero; si fuera mayor, mandamos que (…).
Bajos de seda con ligas de oro valen seis maravedís, de lana dos reales, y si son de paño, un real en ochavos.
Y porque han venido irlandesas, y de secreto hay golosos dellas que de noche las pasan a tiento, como cuartos chanflones (la moneda mal formada, tosca y falsa), mandamos que las piernas en cerro (frase adverbial, que se dice de las caballerías, cuando están sin silla, ni otro aparejo) y sin zapatos, reicalzas, valgan a real y cuartillo, y se llame limosna en vez de paga.
Se puede observar que en la caracterización de las prostitutas se parte de la idea de la mujer chiquita como mal menor, de la fea asociada con la discreción, la guapa con la bobería, la flaca con la aspereza, falta de amabilidad y dureza en el trato, y las mujeres gordas como excesivas. “Porque mujeres coloradas o gordas son para la grosería y no para el halago del alma, porque ha de ser de carne y no de tocino; y por la misma razón que no harte del todo los ojos, antes con fijeza como delectación los deje ávidos, y bañe con languidez el corazón; porque la gordura empacha, la delicadeza atrae y despierta el apetito” (La Fastiginia, Tomé Pinheiro da Veiga). Asimismo, se critica a las viudas dueñas, ejemplo de la viuda alegre; y más que fijar un precio, parece que se dispongan obligaciones y condenas. Muchos supuestos, en vez de a tipos de mujer, se refiere a partes de su anatomía; y se juega con la dilogía de talle en referencia al cuerpo humano o a los vestidos. Las criadas se equiparan con mercancías al tener que descontar en su monto “la tara a rata por cantidad” (haciendo un simple juego paronomástico con tara y rata), siendo la tara la parte de peso que se rebaja en los géneros por razón de la caja, saco o cosa semejante en que vienen incluidos o cerrados. Igualmente se comparan los precios de las vírgenes con los remedios para aparentar serlo o los costes del proceso para demostrarlo; y se dice que los pecados de la mujer roma son bracos, como los perros bracos que tienen la nariz partida y algo levantada, el hocico romo (la mujer roma se asocia también a los efectos de la sífilis en el rostro). Además no es difícil encontrar una segunda lectura de contenido claramente sexual subyacente en cada rincón del texto, como cuando se establece un vínculo de la fémina con el caballo o circunstancias del mundo ecuestre, tópico de la literatura satírica y fundamento de una manida alusión erótica femenina.
Y en otro soneto (también de Francisco de Quevedo y Villegas, autor sin parangón como vemos), habla en los siguientes términos de toda mujer (no se limita a las prostitutas) que toma con frecuencia, facilidad o descaro, y que pide o espera recibir favores materiales de sus amantes:
Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.Puto es el gusto, y puta la alegría
que el rato putaril nos encarece;
y yo diré que es puto a quien parece
que no sois puta vos, señora mía.Mas llámenme a mí puto enamorado,
si al cabo para puta no os dejare;
y como puto muera yo quemado,si de otras tales putas me pagare;
porque las putas graves son costosas,
y las putillas viles, afrentosas.
Y que nadie se escandalice por ello, pero los párrafos que siguen están sacados de la más inmortal novela de todos los tiempos… ¡exacto!: El Quijote, donde en el capítulo XIII de la segunda parte, Sancho Panza y su convecino Tomé Cecial, que se ha disfrazado de escudero del Caballero del Bosque, que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, platican entre sí. En un momento dado, hablando de sus hijos, dice Sancho:
–Dos tengo yo que se pueden presentar al Papa en persona, especialmente una muchacha a quien crío para condesa, si Dios fuere servido, aunque a pesar de su madre.
–¿Y qué edad tiene esa señora que se cría para condesa?, preguntó el del Bosque.
–Quince años, dos más a menos -respondió Sancho-, pero es tan grande como una lanza y tan fresca como una mañana de abril, y tiene una fuerza de un ganapán.
–Partes («cualidades») son esas -respondió el del Bosque- no sólo para ser condesa, sino para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de tener la bellaca!
A lo que respondió Sancho, algo mohíno:
–Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios quiriendo («si Dios quiere»), mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente; que para haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma cortesía, no me parecen muy concertadas esas palabras.
–¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced («qué poco sabe vuestra merced») -replicó el del Bosque- de achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que cuando algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: “¡Oh hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho!”, y aquello que parece vituperio, en aquel término («en aquella ocasión o coyuntura»), es alabanza notable? Y renegad vos, señor, de los hijos o hijas que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes.
–Sí reniego -respondió Sancho-, y dese modo y por esa mesma razón podía echar vuesa merced a mí y a mis hijos y a mi mujer toda una putería encima, porque todo cuanto hacen y dicen son extremos dignos de semejantes alabanzas; y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado mortal.
(Continúa la conversación y el del Bosque saca una bota de vino de la que Sancho bebe durante un cuarto de hora exclamando después…)
–¡Oh hideputa, bellaco, y cómo es católico!
–¿Veis ahí -dijo el del Bosque en oyendo el hideputa de Sancho- cómo habéis alabado este vino llamándole hideputa?
–Digo -respondió Sancho-, que confieso que conozco que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle.
Como se ve la palabra no asustaba a nadie. Hoy en día, después de un letargo, ha vuelto a resurgir y se oye, por desgracia, por calles, plazas, boíles, discotecas y putitecas con demasiada frecuencia en tono menospreciativo; desdén y falta de consideración -cuando no otras cosas peores- que ha provocado que estas “samaritanas del amor”, muñecas frágiles que dan a cambio de unos billetes el alma, que disfrazan de brillo su tristeza, “que van dejando el corazón entre la esquina y el café, entre las sombras de un jardín, o en la penumbra de un burdel de madrugada”, se organicen para combatir el estigma social que recae sobre ellas, furcias, rameras y fulanas, y defender de esta manera su derecho a trabajar tranquilas, a estructurarse, a sindicarse, a cotizar; para denunciar las agresiones físicas, los chantajes, los abusos de poder y para favorecer su organización en defensa de sus intereses como meras jornaleras del placer. Así que desde estas líneas nos unimos a ese puto grito de alarma mundial en defensa de los derechos humanos de todas las personas que ejercen la prostitución libremente, por gusto o elección propia, en especial los de ellas, grandes perseguidas sociales, para promover de esta manera la solidaridad entre las mujeres, tratando de que desaparezca la división entre las “malas” (las putas) y las “buenas” (todas las demás); reforzando su autoestima, su protección, atención, asistencia formativa, informativa, jurídica y psicológica.
Era corriente, al nacimiento de los prostíbulos, decir “vamos de niñas” o “una casa de niñas” con putero respeto al referirse a tales espacios de asueto y descanso, pero en la actualidad y para terminar con este tema que se nos ha alargado (como el tamaño gozo que las prostitutas han dado, dan y darán) en demasía, y hablando de desprecio, recordemos los versos de sor Juana Inés de la Cruz que a buen seguro nos conducirán a una necesaria y útil reflexión, a modo de epílogo, sobre el asunto tratado:
Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis: si con ansia sin igual solicitáis su desdén, ¿por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal? Combatís su resistencia y luego, con gravedad, decís que fue liviandad lo que hizo la diligencia. Queréis, con presunción necia, hallar a la que buscáis, para pretendida, Tais, y en la posesión, Lucrecia. ¿Qué humor puede ser más raro que el que, falto de consejo, él mismo empaña el espejo y siente que no esté claro? Con el favor y el desdén tenéis condición igual, quejándoos si os tratan mal, burlándoos si os quieren bien. Opinión, ninguna gana; pues la que más se recata, si no os admite, es ingrata, y si os admite, es liviana. Siempre tan necios andáis que, con desigual nivel, a una culpáis por cruel y a otra por fácil culpáis. ¿Pues cómo ha de estar templada la que vuestro amor pretende, si la que es ingrata ofende y la que es fácil enfada? Mas, entre el enfado y pena que vuestro gusto refiere, bien haya la que no os quiere y quejaos en hora buena. Dan vuestras amantes penas a sus libertades alas, y después de hacerlas malas las queréis hallar muy buenas. ¿Cuál mayor culpa ha tenido en una pasión errada: la que cae de rogada o el que ruega de caído? ¿O cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que peca por la paga o el que paga por pecar? Pues ¿para qué os espantáis de la culpa que tenéis? Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis… pues en promesa e instancia juntáis diablo, carne y mundo.