Cuando el reconocido escritor y editor Norman Cousins regresó de un viaje al extranjero durante el verano de 1964, padecía ligeras fiebres y tenía la sensación general de haber contraído el paludismo. Rápidamente sus articulaciones se vieron afectadas por el dolor y por una fatiga entorpecedora. En el transcurso de una semana acusó serias dificultades en el movimiento. Consultó a su médico y tras diversas y exhaustivas pruebas se le diagnosticó espondilitis anquilosante, una especie de artritis que ataca al tejido conectivo. Las víctimas de tal enfermedad se suelen ver afectadas por una anquilosis progresiva que les inmoviliza las articulaciones de la columna vertebral, las costillas, el cuello y la mandíbula.
El caso de Cousins resultó ser especialmente grave y sólo se le concedió una entre quinientas posibilidades de supervivencia. A pesar de esta casi certera sentencia de muerte decidió luchar contra la enfermedad. En el best seller titulado ‘Anatomía de una enfermedad (según es entendida por el paciente)’, escrito en 1979, narración de su propia experiencia, Norman Cousins hacía pública su eterna devoción hacia la ciencia médica. Tras leer extensamente sobre temas relacionados con la historia de la medicina, se sintió particularmente interesado por el estudio del efecto producido por los placebos, medicamentos sin aparente valor intrínseco determinado que, no obstante, parecen ser capaces de actuar por sugestión del paciente y hasta de llegar a curarle, incluso, si pone fe en ello.
Cousins se sumó igualmente a la creencia de que las emociones desempeñan una parte activa en el propio estado de salud. Le atrajo particularmente el libro ‘El estrés de la vida’, publicado en 1956 por Hans Selye, experto en química orgánica. En esta obra, el autor analizaba los daños que el estrés y las emociones negativas pueden ocasionar en la estructura química del cuerpo. Descubrió que aquejados con variedad de dolencias manifestaban muchos síntomas similares, los cuales podían ser atribuidos a los esfuerzos del organismo para responder al estrés de estar enfermo, observando que sus pacientes padecían trastornos físicos que no eran causados directamente por su enfermedad o por su condición médica. “La pregunta inevitable apareció en mi mente”, escribió Cousins. “¿Qué ocurre con las emociones positivas? Si las emociones negativas producen cambios negativos en el organismo, ¿podrían las positivas producir cambios químicos positivos? ¿Es posible que el amor, la esperanza, la fe, la confianza y la voluntad de vivir tengan un valor terapéutico positivo?”.
Cousins decidió perseguir sistemáticamente lo positivo como un antídoto contra los peores síntomas psicológicos de su enfermedad (pánico y desesperanza). Trabajando conjuntamente con su médico, el cual continuó dispensándole cuidados básicos, Norman desarrolló lo que él mismo denominó “un entorno propicio… para recuperarse”. Uno de sus componentes más interesantes era la “terapia de la risa” -sesiones diarias de películas de los hermanos Marx, programas de televisión de cámara oculta, libros de humor y cosas similares-. Esto no sólo le ayudó a aligerar su dolor, permitiéndole dormir plácidamente, sino que también pareció mejorar su química sanguínea: “Hice el gozoso descubrimiento de que diez minutos de auténticas carcajadas ejercían sobre mí un efecto anestésico y me brindaban como mínimo dos horas de sueño sin malestar”. Además, persuadió a los facultativos de que le permitieran abandonar el hospital y trasladarse a un hotel donde poder descansar y recibir a sus amistades tranquilamente. Ocho días después de haber adoptado un papel activo en el cuidado de sí mismo, su atónito médico pudo constatar un auténtico progreso en la curación de su enfermedad.
Siempre había sido un optimista, conocido por su bondad hacia los demás y por su amor por la vida misma, y aunque tardó varios años en conseguir una recuperación casi total, le fue posible volver a trabajar a jornada completa tan solo cuatro meses después de haber empezado un régimen curativo tan poco ortodoxo, desafiando al veredicto de muerte inminente y viviendo hasta casi acabado el año 1990.
Los escépticos arguyeron que la interesante historia de la curación de Norman Cousins cuestionaba seriamente la exactitud del diagnóstico inicial establecido por los médicos. Pero Cousins, y muchos otros con él, sostienen que eso demuestra la existencia de ciertas vías misteriosas en las que cuerpo y mente interactúan -algunos incluyen también el espíritu-, y que pueden afectar a la salud.
Mientras la medicina occidental reconoce la existencia de la conexión cuerpo-mente como un simple factor de la ecuación de la salud, esta conexión constituye el dogma básico de muchas técnicas de curación practicadas fuera de la corriente médica mayoritaria. Estos métodos, a menudo agrupados bajo el extenso término de “terapias alternativas”, nacen de técnicas conocidas desde tiempos inmemoriales, como puede ser la acupuntura, la homeopatía y la imposición de manos, más tratamientos nuevos de la New Age, tales como la aromaterapia.
Los defensores de la medicina occidental sitúan estos tratamientos fuera del terreno científico de la medicina y en un dominio enteramente aparte, impermeable a cualquier control gubernamental y por lo tanto potencialmente peligroso. Pero los practicantes de las terapias alternativas argumentan que ellos simplemente están volviendo al punto de partida, a un tiempo anterior, tratando de recuperar la sabiduría de los antiguos, persiguiendo métodos de curación más naturales que “las píldoras mágicas” recetadas por los médicos occidentales.
Los que proponen las terapias alternativas reclaman una concordancia filosófica con sanadores de otras muchas culturas del pasado y del presente. Aunque las técnicas curativas puedan ir desde las danzas espirituales extáticas hasta el trance somnoliento del “profeta durmiente” Edgar Cayce, desde las prácticas de aquellos que basan la curación en la fe, hasta los masajes terapéuticos shiatsu, la mayoría de los practicantes comparten una sólida creencia de que la mente, el cuerpo y el espíritu están inextricablemente conectados. De acuerdo con su sistema, la salud es un estado de armonía o equilibrio entre las distintas fuerzas (energías, divinidades o espíritus) que supuestamente dirigen, en su totalidad, al ser. La enfermedad es un estado opuesto, un estado de malestar o conflicto entre estas fuerzas. Esta idea raramente aparece en el transcurso de los últimos siglos; hace referencia a tradiciones milenarias procedentes de China y de la India que denotan una misma conclusión: todas las dolencias, desde un simple resfriado hasta el cáncer, son síntomas de desgarros más profundos producidos en el ser interior. La finalidad de los sanadores consiste en aliviar el sufrimiento individual restaurando el estado de armonía, o estado de existencia normal, y por lo tanto la salud.
Resulta una tontería ponerse a debatir la utilidad de las fuerzas curativas del cuerpo comparadas con las de la ciencia médica. Ante el enfermo, el objetivo debiera ser movilizar toda la ayuda posible que se pueda obtener: el sistema de sanación del organismo en conjunto con el tratamiento médico adecuado y una dieta propicia parece a buen seguro el camino que se debe seguir para maximizar las posibilidades de éxito. La habilidad del cuerpo humano para combatir la enfermedad es una de las maravillas del mundo y, sin duda, cuanto más sepamos acerca de la conexión entre la mente y el cuerpo, más grande será la posibilidad de ponerlos a trabajar en nuestro propio beneficio. Pero, ¿por qué una poderosa determinación por vivir marca la diferencia? La psiconeuroinmunología, una relativamente nueva rama de la medicina, que es un campo científico interdisciplinar que se dedica al estudio e investigación de los mecanismos de interacción y comunicación entre el cerebro (mente/conducta) y los sistemas responsables del mantenimiento homeostático del organismo, los sistemas: nervioso (central y autónomo), inmunológico y neuroendocrino, así como sus implicaciones clínicas, está aportando algunas respuestas.
Una intensa determinación y esperanza pueden tener un efecto psicológico. Los estudios demuestran que los sentimientos positivos pueden en realidad estimular el bazo, produciendo un incremento en los glóbulos rojos de la sangre y un correspondiente aumento en las células que combaten el cáncer, por ejemplo. Estas células pueden específicamente destruir las cancerígenas, una por una, dejando el tejido normal intacto. Esto es diferente a la quimioterapia, la cual no puede distinguir entre las células normales y las malignas.
Otros proyectos de investigación respaldan que las emociones particulares de cada uno de nosotros pueden afectar a nuestro organismo. Todas las fuerzas positivas: amor, propósito, fe, determinación, esperanza, festividad, voluntad, risa… son poderosos antagonistas de la depresión. Ellas ayudan a crear un ambiente que hace del cuidado médico algo más efectivo. La base de toda curación está en saber cómo emplear las propias capacidades del paciente para superar el mal. “Estoy persuadido -escribió N. Cousins- de que la fuerza menos conocida del mundo es la voluntad de vivir. No hay nada más maravilloso, en lo referente a los billones de neuronas del cerebro humano, que su capacidad de convertir los pensamientos, las esperanzas, las percepciones y las actitudes en sustancias químicas. Por consiguiente, todo comienza con las creencias. Lo que creemos constituye la más poderosa de todas nuestras opciones”.