La religión es una estructura simbólica de sentido. Es decir: es un conjunto estructurado de elementos muy diversos (actitudes personales, contenidos doctrinales, actos culturales, estructuras sociales, etc.), muchos de los cuales tienen carácter simbólico (especialmente, los mitos y los ritos), que prestan un sentido último a la vida de los individuos y comunidades. Pero se basa siempre en una experiencia profunda, que es justamente una experiencia de sentido.
Se trata de la experiencia de una presencia que rodea al individuo: presencia de la transcendencia, es decir, de una realidad que está más allá del propio mundo, pero que aparece como la realidad misma. Puede tratarse de una persona, pero también puede ser una fuerza impersonal e infinita que lo penetra todo (el mana de los polinesios); incluso puede ser una vivencia del cosmos como totalidad viva, infinita y eterna (como se da en el panteísmo), o simplemente la captación de un valor supremo. El filósofo-teólogo P. Tillich considera que se puede llamar “religioso” al hombre que posee la dimensión de profundidad, es decir, la capacidad para preguntarse por el sentido de la vida.
Mi intención es la de clarificar la dimensión de la profundidad en el hombre como su dimensión religiosa. Ser religioso significa preguntar apasionadamente por el sentido de nuestra vida y estar abierto a una respuesta, aun cuando ella nos haga vacilar profundamente. Una concepción de este tipo hace de la religión algo universalmente humano, si bien se aparta de lo que de ordinario se entiende por religión. Religión como dimensión de profundidad no es la fe en la existencia de unos dioses, ni aun siquiera en la existencia de un solo Dios. No consiste en actuaciones o actitudes en las que se manifieste la vinculación del hombre con su dios. Nadie puede discutir que las religiones históricas son, en efecto, religión en este sentido. Pero la verdadera esencia de la religión dice más que la religión tomada en el sentido mencionado; es el ser mismo del hombre en cuanto pone en juego el sentido de su vida y de la existencia en general.
~ La dimensión perdida, P. Tillich
Pero la experiencia religiosa no es únicamente la vivencia de algo absolutamente otro (la transcendencia), sino que implica también la vivencia de encontrarse re-ligado, de estar unido y en dependencia de eso otro. Esa religación es lo que da sentido a la vida y lo que constituye la religión (religión como “religación”).
Ahora bien: existir es existir ‘con’ -con cosas, con otros, con nosotros mismos-. Este ‘con’ pertenece al ser mismo del hombre: no es un añadido suyo. En la existencia va envuelto todo lo demás en esta peculiar forma del ‘con’. Lo que religa la existencia, religa, pues, con ella el mundo entero…
La existencia humana, pues, no solamente está arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz. La religación -religión-, es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia. Por tanto, la religación o religión no es algo que simplemente se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión, sino que, velis nolis (quieras o no quieras), consiste en religación o religión. Por esto puede tener, o incluso no tener, una religión, religiones positivas. Y, desde el punto de vista cristiano, es evidente que sólo el hombre es capaz de Revelación, porque sólo él consiste en religación.
~ Naturaleza, Historia, Dios. Xavier Zubiri
El análisis más conocido de esta experiencia es el realizado por Rudolf Otto en su famoso libro ‘Lo santo’ (1917). En Otto se manifiesta la influencia de F. Schleiermacher, alemán, teólogo protestante y filósofo de la religión, que se inspira en Spinoza, Kant y los idealistas alemanes y que busca a Dios a través de un camino irracional. Según Schleiermacher, tanto la metafísica como la religión tienen por objeto determinar la relación del hombre con el universo; pero esta sólo puede ser captada por el sentimiento y experiencia de lo infinito: el “sentimiento de dependencia” del universo y de Dios, que es la esencia de la religión.
Según Otto, el hombre religioso tiene la experiencia de lo numinoso (del latín numen, majestad divina), ante lo cual surge en el hombre el “sentimiento de criatura”, es decir, el sentimiento de anonadamiento y hundimiento del que se siente ser nada. Lo numinoso -que es también el Mysterium tremendum- no es definible ni comprensible, pero puede ser descrito mediante dos categorías antitéticas: es, al mismo tiempo, lo tremendo y lo fascinante. Tremendo porque su majestad, su omnipotencia, su energía infinita provoca un indecible temor en la criatura; fascinante, porque simultáneamente fascina y atrae al hombre, quien se acerca temblando con el deseo de unirse a lo numinoso y apropiárselo. Por lo demás, lo numinoso es el misterio: lo “estupendo”, es decir, lo que provoca el estupor: asombro, pasmo, quedarse con la boca abierta… ante algo que es absolutamente heterogéneo.
Otto hace una descripción de la experiencia religiosa. Luego añade una interpretación filosófica -inspirada en Kant-, que es la parte más discutible de su libro: lo numinoso es una categoría a priori, compuesta de elementos racionales y no racionales; es decir, algo que se encuentra ya predispuesto en el “fondo del alma” y que despierta con las percepciones sensibles. Así se explicaría, por ejemplo, que en determinadas circunstancias -aparentemente sin explicación suficiente- sobrecoja a un individuo o una multitud el sentimiento de hallarse frente al “gran misterio”.