El mundo contemporáneo ha producido nuevas condiciones de vida de las que son, en gran parte, responsables la industrialización capitalista y los ritmos de trabajo, particularmente en la producción en cadena. El trabajo mecanizado produce una insatisfacción por la obra realizada, que los obreros no ven salir de sus manos, sintiéndose meras piezas de un mecanismo que desconocen, de una política de empresa en la que no participan. El gigantismo industrial ha hecho que los trabajadores se desvinculen de los problemas económicos de su empresa y las máquinas-herramienta han creado dos tipos de trabajadores: el obrero técnico, con un cierto nivel salarial, y el simple peón, procedente, en gran parte, de los medios rurales o del extranjero (emigrantes) que forma enormes sectores marginados, viviendo en ínfimas condiciones, en los suburbios de las ciudades.
LA LUCHA POR LA “CALIDAD DE VIDA”
Nuestro mundo ha mejorado de forma considerable en los últimos años las condiciones laborales, regulando el trabajo infantil, el aprendizaje y, aunque en menor medida, la protección al trabajo femenino. Cuando las fábricas Ford, las primeras que introdujeron la producción estándar, consiguieron con ello reducir en un 90 por 100 el número de obreros, duplicando la producción, se pensó que las máquinas eran enemigas del hombre. Y no lo son en cuanto todavía no le han sustituido. Al contrario, gracias a ellas y a una mentalidad social nueva, se ha conseguido lo que algunos llaman el salario indirecto, es decir, la ayuda familiar, los seguros sociales, las vacaciones y fiestas pagadas, los comedores y guarderías, centros sociales, y la sindicación de los obreros en defensa de sus intereses. La jornada laboral, igualmente, ha sufrido una drástica reducción en algunos países: en 1900 el trabajo semanal era de sesenta horas; en 1921, cuarenta y ocho; en 1937, cuarenta. Y ya en 1975 se comenzó a hablar de una semana laboral de veintiocho-treinta horas. Todo ello hace que los sociólogos planeen ya una civilización del ocio, un ocio helénico sostenido no por esclavos, sino por máquinas, en donde el hombre se dedicaría a su perfeccionamiento espiritual, cultural y físico.
Sin embargo, todo esto es una utopía de la que el hombre de nuestro mundo se encuentra muy lejos, agobiado por el inevitable pluriempleo, la sociedad de consumo, que a través de una propaganda monstruosa le obliga a trabajar más para consumir más, hacinado en grandes ciudades impersonales y lejos de la naturaleza, insatisfecho de un trabajo en donde el sentido de la perfección, de la calidad y la obra bien hecha, se ha perdido por completo (hoy el 75 por 100 de los trabajos pueden aprenderse en cursillos intensivos de treinta días).
La lucha por la calidad de vida es uno de los compromisos de nuestra civilización de Occidente. Sin contar la responsabilidad que incumbe a nuestra civilización frente a las infrahumanas condiciones del tercer mundo, Occidente se plantea nuevos problemas. No sólo respecto al subproletariado de nuestros suburbios (auténtico tercer mundo que convive con nuestra sociedad opulenta), sino también respecto a las propias condiciones de la vida.
MEGÁPOLIS Y CONTAMINACIÓN
La gran urbe, orgullo de Occidente, se está convirtiendo en una auténtica trampa en donde el hombre no puede vivir. Enormes distancias en los transportes, pérdida del contacto y el horizonte de la naturaleza, tensión nerviosa, ruptura de la célula familiar por las condiciones y la lejanía del trabajo, especulación del suelo, hacinamiento en los grandes barrios, desarraigo y egoísmo social entre los hombres que se ignoran día a día, pérdida de las raíces culturales de las masas campesinas y de los emigrantes que llegan a la gran urbe, rebeldía, desorientación y delincuencia juvenil… Fuera de la naturaleza, entre una jungla de asfalto, aparecen enfermedades (el estrés, las neurosis, los infartos) o proliferan delitos como el robo o las violaciones sexuales. En muchas ciudades de Occidente sólo se puede circular de día y por sus calles céntricas que, eso sí, aparecen llenas de anuncios excitantes, de escaparates repletos, de incitaciones al consumo…, mientras cada crisis económica produce un amenazador paro obrero en los barrios y zonas industriales que rodean, como un cinturón, a la ciudad.
La ciudad y las industrias, por otro lado, están destruyendo la naturaleza. El agua y el aire aparecen contaminados. Hay una terrible polución atmosférica. La eliminación de residuos ha producido la contaminación de los ríos que bajan llenos de peces muertos, cuyas aguas no se pueden beber. Su eliminación a través del mar está produciendo la contaminación marítima. Las mareas negras matan a los animales, hacen huir a los turistas de las playas. En las ciudades el hombre pierde su vista (Occidente es un mundo con anteojos) o su oído (el ruido ha producido en Europa un 70 por 100 de pérdida con relación a los africanos) y la superpoblación hace crecer un consumo que está produciendo, rapidísimamente, el agotamiento de la mayoría de los minerales de la tierra y de las fuentes de energía.