Se mire por donde se mire, es muy difícil ser profeta. Ya en épocas remotas existían sibilas, pitonisas, hechiceros, visionarios o iluminados, que pretendían conocer el futuro. Dado que en aquellos tiempos era poco saludable errar en los pronósticos, solían servirse de la astucia, la intuición, la prudencia y, por supuesto, de un más que regular conocimiento de la condición humana, además de una buena dosis de ambigüedad. Así, cuando Creso, rey de Lidia (siglo VI a. C.) se dispuso a guerrear contra el poderosísimo Imperio persa, acudió a un famoso oráculo; allí le dijeron que habría una gran batalla y que un gran reino sería destruido… En efecto, hubo una gran batalla y un gran reino fue destruido: el suyo. Condenado a muerte, fue perdonado, en el último momento, por el monarca vencedor, que llegó a admitirle en su corte como consejero.
Lamentablemente, la mayor parte de los profetas modernos, dejándose llevar por otros criterios, no estuvieron ni con mucho a la altura de sus predecesores, cubriéndose no precisamente de gloria, al no cumplirse sus vaticinios, a los que la realidad, la cruda realidad, se fue encargando de desmentir.
Cuando estalla la guerra hispano-norteamericana, por la cuestión de Cuba, el arzobispo de Madrid-Alcalá pronunció, en un memorable sermón, frases como: “…Dios tiene en sus manos el triunfo y lo dará a quien le plazca. Se lo dio a España en Covadonga, en las Navas, en el Salado, en el río de Sevilla, en la vega de Granada, en mil combates… Dios, dánoslo ahora…”. Ya sabemos cómo terminó todo aquello, lo que viene a demostrar, una vez más, lo peligroso y poco recomendable que es vivir de las rentas… Y es que, como dice una antigua copla española: “Vinieron los sarracenos / Y nos molieron a palos, / Que Dios ayuda a los malos / Cuando son más que los buenos”.
Claro que tampoco brillaron por sus dotes ciertos conspicuos personajes de la ciencia, de las artes… o de las finanzas como los que a continuación se exponen: El físico y matemático británico William Thomson Kelvin, presidente de la Royal Society, predijo en 1897 que “la radio no tiene futuro”… Claro, que en aquellos tiempos. Y un año más tarde, que sólo quedaban cuatro siglos de oxígeno en el planeta debido a la tasa de quema de combustibles (algo que ya ha sido desmentido por la ciencia pero… ya se sabe que la certidumbre no es profeta en su tierra). Parece que el bueno de lord Kelvin no veía porvenir para nada ni para nadie en este mundo. Irving Thalberg, ejecutivo de la Metro-Goldwyn-Mayer, refiriéndose a los beneficios que se esperaban del filme ‘Lo que el viento se llevó’, se atrevió a pronosticar: “Ninguna película sobre la guerra de Secesión norteamericana ha producido jamás ni un centavo”. Mientras que Kenneth Olsen, presidente y fundador de Digital Equipment Corp., afirmó, en 1977: “No existe razón para tener un ordenador personal en casa”. La adjudicación de los correspondientes adjetivos calificativos se deja al buen criterio de los lectores de Revista CAOS… (en estos y otros casos). ¡Benditos visionarios! Porque los citados no están solos en ese vehemente cometido de anunciar a los demás lo que está por llegar, una centella de conocimiento intuitivo que de forma meridiana aparece ante ellos como una iluminación y que no pueden refrenar transmitir, no, la historia está llena de tan perspicaces soñadores de la visión irrefutable. He aquí una muestra más de tan inagotable lista de fabulosos intemporales: “Un cohete nunca será capaz de salir de la atmósfera de la Tierra” (New York Times, 1936). “¡Cómo, señor, podría navegar un barco contra el viento y las corrientes encendiendo una hoguera debajo de su casco! Le ruego me disculpe, no tengo tiempo para escuchar esas tonterías” (Napoleón Bonaparte, cuando se le habló del barco de vapor de Robert Fulton, 1800). “La televisión no durará porque la gente pronto se cansará de mirar una caja de madera contrachapada todas las noches” (Darryl F. Zanuck, productor de la 20th Century Fox, 1946). “No nos gusta su música, y la música de guitarra está en vías de desaparición” (Decca Recording Company, cuando se negaron a firmar un contrato a The Beatles, 1962). “Los viajes en tren a alta velocidad no son posibles porque los pasajeros, incapaces de respirar, morirían de asfixia” (Dionysius Lardner, escritor y científico irlandés, 1830). “Reagan no tiene esa mirada presidencial” (Ejecutivo de United Artists tras rechazar a Ronald Reagan como protagonista de la película ‘El mejor hombre’, que trata sobre las maniobras políticas que se dan detrás de la nominación de un candidato a la presidencia de los Estados Unidos, 1964). “Las personas bien informadas saben que es imposible transmitir la voz humana a través de cables como sí se puede hacer con los puntos y rayas del código morse; y que, si fuera posible hacerlo, la cosa no tendría ningún valor práctico” (según la experta opinión vertida en un periódico de Boston -no identificado-, y casi mejor para todos y así nos evitamos el bochorno, 1865).
Las profecías relativas al fin del mundo fueron situadas por algunos sedicentes videntes hacia el año 1000 d. C.; y, en realidad, una buena parte de la población entonces cristianizada se preparó para enfrentarse al juicio final. Incluso el 31 de diciembre de 999, una multitud de personas se reunió en Roma para esperar el trágico desenlace. El origen de los temores se basaba en una frase del libro del Apocalipsis, en la que textualmente se dice: “Y cuando los mil años fueren cumplidos, Satanás será suelto de su prisión”. Cuando el peligro quedó conjurado, se inició el nuevo milenio sin desastre apocalíptico alguno… Enseguida los agoreros señalaron el 2000 como la definitiva fecha del Fin, que para algunos ya debería haberse producido. Entre tanto, no faltaron quienes -a través de quién sabe qué lucubraciones- fijaron el aciago momento en su época. Al respecto, la British Museum Library guarda centenares de interpretaciones catastrofistas, muchas de ellas tomadas de especiales análisis de las Escrituras.
Una aterradora profecía, conocida como la Carta de Toledo, circuló por la Europa de finales del siglo XII. Cierto astrólogo español, Juan de Toledo, anunció que en septiembre de 1186, cuando todos los planetas entraran en conjunción (alineados entre sí), se desatarían fenómenos meteorológicos espantosos, que destruirían las cosechas y la mayoría de los edificios; sin comida ni refugio, las gentes morirían de hambre y otros desastres. Muchos lo creyeron y trataron de adoptar algunas medidas, como acaparar alimentos o construirse refugios subterráneos, pero el cataclismo nunca tuvo lugar.
Johannes Stöffler fue un famoso astrónomo alemán, de Tubinga, que vivió entre los siglos XV y XVI. Autor de obras sobre los astrolabios y de los calendarios llamados Ephemerides, construyó la primera esfera celeste y el reloj de la catedral de Constanza. Pero aparte del tiempo y del trabajo que nuestro astrónomo invertía tratando de desentrañar los misterios del Universo, era también una especie de profeta amateur, que por medio de intrincadas cogitaciones, llegó a la conclusión, y así lo anunció a bombo y platillo, que el estudio de los astros indicaba una serie de cataclismos, que pondrían en serio peligro a toda la Humanidad. El menor de estos (¡cómo serían los demás!) debía ser un nuevo diluvio universal, que se iniciaría el 20 de febrero de 1524, precisión que ya querrían para sí los que dan el parte meteorológico en nuestra nunca bien ponderada tele…
En 1987, el famoso meteorólogo británico Michael Fish calmaba a los espectadores de la BBC, ante la eventual llegada de una gran tormenta, de la siguiente manera: “¡No se preocupen, no habrá ningún huracán!”. Pero al cabo de unas horas el Reino Unido fue azotado por vientos de hasta 200 kilómetros por hora. La catástrofe dejó al menos diecinueve muertos y daños materiales valorados en 1.800 millones de libras. En reacción a sus méritos, se acuñó profesionalmente el término “efecto Michael”, según el cual los meteorólogos británicos estaban dispuestos a predecir desde aquel momento siempre el peor de los supuestos, con el fin de evitar que a ellos les pillase también la tormenta. Es más, socialmente se habla del “momento Michael Fish”, y se aplica a las previsiones públicas, sobre cualquier tema, que resultan ser vergonzantemente erróneas.
Pero nos habíamos quedado en el diluvio universal que iba a acontecer en 1524. Ni qué decir tiene, que en aquellos tiempos, no bien salidos los europeos de las tinieblas medievales, muchos trataron, a su modo, de conjurar tan terribles males o, al menos, resguardarse de estos, en lo posible… y es que teniendo en cuenta el elevado y respetado estatus de Johannes Stöffler como científico, el fin estaba, esta vez sí, a la vuelta de la esquina. A medida que se acercaba la catástrofe anunciada, se distribuyeron panfletos advirtiendo a la gente e instándolos a prepararse. Muchas personas que vivían en zonas bajas vendieron sus propiedades con pérdidas a escépticos oportunistas. Se compraron o construyeron barcos al más puro estilo de Noé, y se llenaron de provisiones. Otros abandonaron sus tierras y acamparon en cumbres de picos y montes. Incluso Nicolás Maquiavelo invitó a los habitantes de Florencia a buscar protección junto a los ermitaños. Y en Londres, con el pánico absolutamente desatado, ¡20.000 personas abandonaron sus casas! buscando mejor refugio. Si a eso le añadimos que justo en la víspera del día señalado hubo unas lluvias torrenciales en Europa (cruel sarcasmo de la Naturaleza), se puede uno imaginar instaurado el caos más absoluto por todas partes, y a aquellas multitudes, imbuidas por la desesperación, que empezaron a asaltar las arcas redentoras buscando su salvación, y a los ya a bordo arrojándolos a su vez por la borda para que no les usurparan uno de sus privilegiados puestos. Pero el caso es que, tras liarla parda el bueno de Stöffler, el 20 de febrero de 1524 no cayó el tremendo chaparrón anunciado. Se ignora si fallaron los cálculos del astrónomo germano, o si a última hora un anticiclón desvió la borrasca, o no se presentó el frente frío de bajas presiones, y todo lo demás de todo lo demás… Disculpémosle con el mismo espíritu comprensivo con el que juzgamos los tropezones de los hombres (y mujeres) del tiempo, Fish al margen, máximamente, si tenemos en cuenta que trazando su propio horóscopo, se debió quedar patidifuso y cabizbajo al saber que moriría un día determinado, de determinado mes, de un no menos determinado año… El día fatal y con la intención de hacer frente a tan desfavorable augurio, Stöffler decidió no salir de casa (su horóscopo precisaba que fallecería al caer un objeto pesado sobre su cabeza), y rodearse de familiares y amigos. Confiado hacia el anochecer en que ya había sido conjurado el peligro, se subió a un taburete para alcanzar unos libros que guardaba en un anaquel, con tan mala fortuna que resbaló, y al tratar de asirse al mueble con todas sus fuerzas, tan solo consiguió que este cayera sobre su cabeza, ¡ocasionándole la muerte en el acto! (Para que luego haya gente que no crea en presagios.) Y a otro alemán de la época, Melchior Hoffmann, místico y teólogo, se le atribuye uno de los pronósticos más extravagantes. El año que escogió para la llegada del apocalipsis fue 1533, mil quinientos años después de la muerte de Cristo. Según su visión, el mundo se habría acabado a raíz de un gigantesco incendio y una nueva Jerusalén habría nacido en la ciudad de Estrasburgo, la única urbe que habría sobrevivido al desastre, curiosamente su lugar de residencia, que no debía tener ganas de muchos trotes y desplazamientos el hombre.
Pero, ¿por qué los humanos insistimos en ponerle fecha al fin de nuestra civilización y persistimos en el error? Según Kant, el ser humano está obsesionado con poner unos plazos de tiempo, ya que está obligado a aceptar que el mundo tiene una duración limitada. Andrea Tagliapietra, escritor y filósofo italiano, afirma que: “La Biblia condiciona de manera profunda nuestra concepción de lo que tiene sentido. Es el gran código de la imaginación occidental. No hay que olvidar que es un libro que tiene una génesis y también un final”. En su opinión, las previsiones apocalípticas han ido evolucionando con el tiempo: “Platón y Aristóteles pensaban en catástrofes cíclicas, al fin de las cuales todo volvía a comenzar. En el Mundo Antiguo, se hablaba de un mundo nuevo, de la llegada de una nueva Jerusalén. En cambio, en la cultura occidental, al fusionar las formas conceptuales griegas con el imaginario bíblico, se considera al apocalipsis como final de todas las cosas, sin auténtica salvación. Hay castigo, pero sin juicio. Sin bien, ni mal, sin Dios… Y es un argumento seductor, porque si veo el final quiero decir que, de alguna manera, sobrevivo”. ¿Y el desarrollo científico no debería habernos hecho más incrédulos? “El hombre moderno proyecta sobre el exterior lo que en realidad es una crisis social. Estamos atrapados en un sistema que nos promete desarrollo infinito y progreso técnico, pero nuestros recursos son limitados. Y esta frustración desemboca en unas previsiones catastróficas, curiosamente casi todas centradas en la acción de agentes externos”, cuando el elemento más devastador al final, somos nosotros.
¿Y cómo será ese día, el último de vida en la Tierra? En un célebre cuento, el escritor italiano Dino Buzzati se imaginaba que una mañana los seres humanos nos encontraríamos con una mano gigante en el cielo abierta sobre nuestras cabezas. Una silueta amenazante, a punto de aplastar a los hombres. Y ese día, aprovecharíamos los últimos instantes de nuestra civilización para confesarnos. Los curas no darían abasto, mientras que los más fatalistas dedicarían sus últimos instantes para hacer el amor…
Siguiendo con nuestro visionario repaso, según una edición de la Enciclopedia universal ilustrada europeo americana (más conocida como el Espasa) de principios del siglo XX: “El aeroplano no ha salido de su período de ensayo, de modo que sólo es posible hacer conjeturas sobre sus probables usos… Las aplicaciones del aeroplano al arte de la guerra son mucho más limitadas de lo que generalmente se cree. Como arma de ataque, su eficacia será nula, pues siendo muy limitado el peso de proyectiles que podrá llevar, estos, si dan en el blanco, podrán introducir momentáneamente cierto desorden en las filas enemigas sin ulteriores consecuencias, pues unos cuantos proyectiles aislados no tienen valor táctico alguno…”.
En 1911 el gobierno francés publicó un -con el criterio actual- sorprendente decreto sobre la reglamentación del tráfico aéreo. Los pilotos (o aviadores), en una época en que se discutía en España entre la adopción de los términos “aviación” o “avegación”, deberían llevar consigo los correspondientes certificados, y, al igual que los automóviles, ir los aviones provistos de luces. Ante una posible guerra, el gobierno galo, precisaba que, a menos de poseer el pertinente permiso, los aeroplanos no podrían llevar a bordo ningún tipo de explosivo, aparatos fotográficos o de telegrafía sin hilos.
En este caso, por tanto, no cabe hablar de profecía fallida. La aviación estaba en sus inicios y poco se podía esperar de aquellos chalados y sus locos cacharros; por lo demás, era obvio que, con el paso del tiempo, esta evolucionaría hasta el extremo de anular las opiniones aquí apuntadas. A su vez, el Espasa fue evolucionando, cada año, por medio de nuevas ediciones y apéndices, ganándose la merecida fama, que conserva desde el primer día.
Otra cosa son las palabras dirigidas por el mariscal Ferdinand Foch, en septiembre de 1918, al coronel Repington, del Ejército británico: “Cosas como los tanques y los aviones de bombardeo deben suministrarse en moderadas cantidades. ¡Únicamente los aficionados piensan que los tanques y los aviones pueden ganar una guerra!”.
Para ir acabando, mencionar también aquella especie de anfiteatro capaz de contener unas dos mil personas -en el que se invirtieron veinte mil libras de la época- que fue construido en Sídney (Nueva Gales del Sur, Australia), para presenciar la Segunda Venida de Cristo, por los fieles de la Orden de la Estrella del Este, presidida por el místico hindú Krishnamurti, que creían que Cristo regresaría, por aquellas fechas (1925), en cuerpo carnal -profecías acerca de uno o varios regresos de Cristo no han faltado desde los albores del cristianismo-, y lo haría caminando sobre las aguas del Pacífico, en dirección al anfiteatro… Esperaron pacientemente durante cuatro años, pero viendo que no se cumplía el vaticinio, la secta acabó por disolverse, y un grupo de viviendas fue alzado sobre el emplazamiento del graderío.
No se puede concluir este artículo sin dedicar una mención, aunque sea fugaz, a los llamados profetas del pasado; es decir, los que pronostican un acontecimiento cuando ya se ha cumplido: se veía venir, eso ya lo dije yo, tenía que pasar, etcétera. ¡Así, cualquiera! En todo caso, suscribir las palabras de Benjamín Franklin: “No hay nada cierto, salvo la muerte y los impuestos”. Bueno, y que el pulpo Paul la clavó al cien por cien durante su etapa de pitoniso, de ahí su bien ganada fama y merecido reconocimiento mundial.
Moraleja: Normalmente, cuando se espera que una cosa salga bien, sale regular; si regular, sale mal; y si mal, termina saliendo fatal.