“EL DINERO NO TIENE OLOR”
Ávido de mayores ingresos pecuniarios que financiaran al ejército y las grandes obras monumentales en construcción, el emperador Vespasiano (69-79 d. C.) obligó a los ciudadanos de Roma a pagar un tributo por el uso de la orina de los mingitorios públicos y que era acumulada en la Cloaca Máxima, la red de alcantarillado de la ciudad. En la antigua Roma, era común que los líquidos de desecho humanos recogidos en las letrinas del Estado se aprovechasen con fines industriales, muy apreciada por los curtidores de pieles, que la usaban para adobar sus cueros, así como por los lavanderos, que por su contenido en amoniaco la empleaban para limpiar y blanquear las togas de lana. Tal medida provocó fuertes polémicas en todo el imperio, y hasta su hijo Tito le reprochó con fastidio que acudiese a medidas impositivas tan poco elegantes para conseguir riqueza; y entonces, harto de oír sus quejas y después de pasarle el autócrata soberano algunas monedas por debajo de la nariz a su vástago, le preguntó si le molestaba el aroma de aquel dinero. Al no percibir Tito ningún olor en particular, Vespasiano respondió con sorna: “Y sin embargo, procede de la orina”. En la actualidad, la frase Pecunia non olet (“El dinero no huele”) se utiliza para señalar con cinismo que el dinero vale lo que vale, independientemente de la nobleza o vileza de su origen. Este dicho ha sido aprovechado muchas veces por ciertas gentes que trataron de justificar sus riquezas poco limpias, pero la verdad es que algunos patrimonios siempre denuncian su procedencia.
“CUANDO ALGUIEN GRITA MUCHO, NO TIENE RAZÓN”
En varias oportunidades, durante sus frecuentes polémicas con profesores y estudiantes de la Universidad de Leiden, el filósofo Gottfried Leibniz (1646-1716) observó que un zapatero de la vecindad se ubicaba en los claustros y seguía con mucha atención aquellos debates. Sumamente intrigado, le preguntó al zapatero si conocía suficiente latín como para entender algo de aquellas controversias culturales. “No -contestó el hombre-, de latín no sé nada ni quiero aprenderlo. Yo sólo vengo a ver cómo discuten.” “Pero si no conoce latín, ¿cómo puede saber quién tiene razón en las discusiones?” “¡Bah, es muy fácil! Cuando oigo que alguien grita mucho, enseguida comprendo que no tiene razón.”
“A ENEMIGO QUE HUYE, PUENTE DE PLATA”
El famoso guerrero español y gran caudillo conquistador de Nápoles don Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar (1453-1515; renombrado también entre los cronistas por la explicación de ciertos gastos que la historia conoce con el apelativo de ‘Las cuentas del Gran Capitán’) hizo este comentario al observar el desbande de un ejército que él había derrotado: “A enemigo que huye, puente de plata”, que significa facilitar la salida de un adversario, competidor o cualquier individuo que pueda causar daño. Es posible que la sabiduría de la frase impresionara a Cervantes, pues la incluyó en un capítulo de El Quijote cuando el conocido hidalgo es arrollado por un tropel de toros bravos que sin embargo siguen su camino, y provocándolos, airado les exclama: “¡Deteneos y esperad, canalla malandrina; que un solo caballero os espera, el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo que huye, hacedle la puente de plata!”; pero no es improbable que tanto Cervantes como Fernández de Córdoba la hayan tomado de un antiguo refrán español que aconseja: “Al enemigo, si vuelve la espalda, la puente de plata”, con sus variantes: “A enemigo que huye, puente de oro”, “A enemigo que huye, diez bendiciones”, “A enemigo que huye, no le entretengas”… En fin, algunas citas célebres deben admitirse sin muchas averiguaciones.
“¡OH, LIBERTAD, CUÁNTOS CRÍMENES SE COMETEN EN TU NOMBRE!”
De ideas claras y con amplitud de miras, desde muy temprana edad mostró una vasta capacidad -en gran medida autodidacta- para el estudio, y un talento indiscutible. Apasionada por todas las manifestaciones artísticas y literarias, y ferviente animadora de las ideas republicanas, Madame Roland de la Platière (1754-1793) tuvo una actuación destacada en París (Francia) antes y después de la caída del régimen monárquico, pero las intrigas y el odio de algunos revolucionarios como ella la condenaron a morir en la guillotina, sobre todo a raíz de exponer públicamente junto a su marido los peores excesos de la Revolución. El día de su ejecución, al lado del siniestro aparato de muerte habían colocado una enorme estatua de arcilla de la Libertad, y se dice que antes de colocar su cabeza en el cepo a ella se inclinó y dirigió Madame Roland la triste frase del epígrafe, entregándose después con entereza a las manos del verdugo que la decapitaría.
“OTRA VICTORIA COMO ESTA… Y ESTAMOS PERDIDOS”
Uno de los guerreros más famosos de la Antigüedad fue un rey de Epiro llamado Pirro (318-272 a. C.), quien organizó una gigantesca expedición contra los romanos, a los cuales derrotó en la batalla de Heraclea. Mucho contribuyeron a esa victoria la sorpresa y el temor de los romanos cuando vieron que las tropas enemigas atacaban con elefantes -el ejemplo sería imitado después por el cartaginés Aníbal-; pero tan caro resultó aquel triunfo a los atacantes, que cuando acudieron a felicitarle por el éxito Pirro no pudo menos que comentar con sus generales algo así como: “Otra victoria como esta… y estamos perdidos”. Muchas veces, por conquistar alguna cosa gastamos más de lo que ella vale.
“¡CÓMO PRETENDÍ IGUALAR A TANTOS PUEBLOS DIFERENTES!”
Un apasionado entretenimiento de Carlos V durante su retiro en el monasterio de Yuste (Extremadura, donde murió en 1558) era su afición por la relojería y sus esfuerzos para que todos los relojes de su colección marchasen a un mismo tiempo. Pero como a pesar de sus afanes aquellos marcaban horas distintas, aquel hombre, que soñó con establecer algún día nada menos que una monarquía universal, exclamó desanimado: “Si no es posible que algunos relojes marchen de acuerdo… ¡loco de mí, que pretendí igualar a tantos pueblos diferentes!”. Se cuenta que, inesperadamente, el problema fue solucionado por un servidor suyo llamado Juanelo, quien al tropezar con la mesa que los sostenía produjo la caída estrepitosa de las delicadas maquinarias. Entonces, Carlos V soltó la risa y dijo: “Eres más eficaz que yo, porque encontraste la manera de ponerlos a todos de acuerdo”.
“¡VICTORIA, EL TRIUNFO ES NUESTRO!”
Después de vencer en la batalla de Maratón (490 a. de C.), el general ateniense Milcíades encomendó a un joven guerrero llamado Filípides la misión de llevar a Atenas la noticia del triunfo del ejército griego sobre las fuerzas muy superiores de los medos y persas. La distancia de algo más de cuarenta y dos kilómetros fue recorrida velozmente y sin descanso por el mensajero, quien al llegar pudo decir apenas: “¡Victoria, el triunfo es nuestro!”, antes de expirar a causa del esfuerzo realizado. Otras fuentes relatan dos proezas y apuntan a otro heraldo llamado Tersipo o Eucles como el emisario que corrió equipado con sus armas y murió efectivamente tras anunciar la noticia del triunfo; y a que, en realidad, lo que Filípides recorrió fue el camino desde Atenas hasta Esparta para pedir refuerzos, lo que serían unos 240 kilómetros en dos días y por terreno escabroso, una hazaña no menos encomiable. Aun así, el mito ganó mucha popularidad sobre lo que al parecer realmente sucedió y es el germen del nacimiento de la dura y exigente carrera de atletismo propuesta por el filólogo Michel Bréal al barón Pierre de Coubertin dentro del programa de los modernos Juegos Olímpicos. Por cierto, Esparta rehusó ayudar a los atenienses, alegando encontrarse en fechas de celebraciones religiosas.
“HUYAMOS DE LOS QUE NO SABEN REÍR”
En cierto momento, mientras pronunciaba una conferencia en el Ateneo Cultural de Segovia (España), el académico don Ricardo León y Román fue interrumpido por uno de los concurrentes, quien le solicitó una opinión acerca de las gentes que huyen de las risas u otras expresiones de alegría. Entonces, el fino poeta y siempre recordado autor de Casta de hidalgos (1908) contestó sin vacilar: “Los hombres estirados y solemnes han sido siempre los que provocaron las guerras y los que quisieron salvar las almas con el hierro, el fuego, la maldición y el odio. Una sola actitud cabe contra esos individuos, y yo la recomiendo sin cesar: ¡Huyamos de los que no saben reír!”.
“DEJEMOS PARA MAÑANA LOS ASUNTOS SERIOS”
En el año 478 a. de C., varios jefes militares resolvieron terminar con el gobierno de Arquías, cruel tirano de Tebas, y lo invitaron a un banquete durante el cual habrían de asesinarlo. Al promediar la fiesta, un mensajero entregó al rey una carta -cuyo contenido daba amplios detalles de la conspiración y los nombres de los conjurados- y le instó a leerla sin pérdida de tiempo, porque así lo requería el asunto, pero Arquías guardó la carta debajo de su asiento y contestó con tranquilidad: “Dejemos para mañana los asuntos serios”. Propósito que tuvo que postergar definitivamente, porque de seguida fue ejecutado por sus enemigos.
“¡HAY QUE DESTRUIR A CARTAGO!”
Uno de los romanos que se hicieron famosos por la austeridad de principios y la intransigencia con el vicio y la corrupción de las costumbres fue Catón el Censor (234-149 a. de C.), quien ocupó cargos de importancia en Sicilia y en Cerdeña y se destacó como orador en los debates del Senado. Su irritación contra los cartagineses, que se oponían a sus planes políticos, a pesar de que los romanos habían salido victoriosos de las dos primeras campañas púnicas, y su deseo de dominación total sobre el arco mediterráneo, le llevaba a guardar todavía suspicacias, justificadas o no, sobre la capital cartaginesa, ya que estaba convencido de que la seguridad de Roma dependía de la aniquilación de Cartago, creando en Catón una idea obsesiva a tal extremo que terminaba todos los discursos con una exclamación rotunda: “Ceterum censeo Carthaginem esse delendam” (lo que significa: “Por lo demás, opino que Cartago debe ser destruida”). Como es natural, repitiendo la muletilla con tanta frecuencia y en cualquier circunstancia a la larga perdió toda su fuerza y solamente quedó como una frase pintoresca, Carthago delenda est, expresión utilizada para hablar de una idea fija que se persigue sin descanso hasta que se realiza.
“TODO PERDIDO, MENOS EL HONOR”
Por la protección dispensada a Leonardo da Vinci, Benvenuto Cellini, Tiziano y a otros muchos artistas, el rey Francisco I fue uno de los principales animadores del llamado Renacimiento francés, y mereció el nombre de Padre y Restaurador de las Letras. En cambio, cuando se dejó tentar por la guerra e intentó disputar la corona imperial de Alemania a Carlos V, fue vencido en la batalla de Pavía (Italia) por las tropas germano-españolas y se vio obligado a firmar el Tratado de Madrid, en 1526, por el cual debería renunciar a sus derechos sobre importantes zonas de la península itálica y otros territorios vecinos del reino de Francia en favor del emperador. La frase del encabezamiento figura en una carta que envió a su madre la duquesa de Angulema, regente de Francia, que jugaría un importante papel tras la captura del rey galo, y en pocas palabras revela sus sentimientos después de aquella derrota militar: ¡Salvándose el honor, lo demás poco interesa!
“¿HASTA CUÁNDO, CATILINA?”
Conspirador ambicioso y sin escrúpulos -“capaz de negociar sobre las ruinas de su patria”-, el destacado político romano Lucio Sergio Catilina fue denunciado públicamente por el cónsul Cicerón de haber tramado un terrible complot contra la república. Las cuatro arengas de Cicerón contra el mal patriota se conocen con el nombre de Catilinarias, y su acusación empezaba con estas palabras: “¿Hasta cuándo, Catilina, has de abusar de nuestra paciencia?”. Catilina es una de las figuras más enigmáticas de la historia de Roma; envilecida y desdibujada por los cronistas e historiadores clásicos ya que las dos fuentes principales de información sobre él son precisamente las más hostiles al personaje, y no está del todo claro su involucramiento en la llamada conjuración de Catilina, con el fin de instaurar una dictadura en Roma. No obstante, en reconocimiento por aquellos discursos, los romanos le dieron a Cicerón el sobrenombre de padre de la patria, y en cuanto a Catilina se sabe que murió poco después, en el año 62 a. de C., cuando huyó de Roma bajo el pretexto de que se dirigía a un exilio voluntario pero en verdad se dispuso a preparar su ejército. Ya en batalla, el mismo Catilina lucharía con bravura en el combate, y una vez constatado el hecho de que no existía esperanza de victoria, se lanzó contra el grueso del enemigo junto a sus tropas. En el recuento de los cadáveres, su cuerpo se halló adelantado a las propias líneas de sus huestes. Se le cortó la cabeza y esta fue llevada a Roma, como prueba pública de que el conspirador había muerto.
“¿HE DICHO ACASO ALGUNA TONTERÍA?”
Entre las figuras ejemplares de la antigua Grecia destácase Foción, orador extraordinario y soldado valeroso que vivió en el siglo IV a. de C. Honesto, de vida humilde y reservado, nadie fue más inflexible que él en sus críticas, consejos y discursos, destinados a corregir los defectos humanos, pero jamás recurrió a los artificios demagógicos para lograr la aprobación del auditorio. Por eso, en cierta oportunidad, viéndose ruidosamente aplaudido por la muchedumbre que lo escuchaba, preguntó extrañado: “No sé por qué me aplauden, ¿he dicho acaso alguna tontería?”.
“¡ESA NO ES POSTURA DE DIFUNTO!”
La epidemia de fiebre amarilla del año 1871 produjo en Buenos Aires (Argentina) más de 14.000 muertos en pocos meses, la mayoría inmigrantes, y fue un serio problema el traslado de los cadáveres para su inhumación. A los pocos coches fúnebres se agregó toda clase de carros y carretas para el transporte de las víctimas, sin esperar, en algunos casos, los certificados de defunción correspondientes. Un cronista dijo: “En uno de aquellos carros habían cargado a un hombre que, luego de hacer algunos movimientos, llegó a sentarse junto al conductor. Este, al verlo, le respondió con cierta lógica: ‘Vuelva a su sitio enseguida, ¡esa no es postura de difunto!’”.
“¡YO SOY QUIEN HA GANADO PARA VOS MÁS TIERRAS QUE LAS QUE OS LEGARON VUESTROS ABUELOS!”
Años después de la conquista de México, Hernán Cortés regresó a España con la tristeza de haber caído en desgracia y encontrarse en la ruina. Fracasadas sus tentativas de ser recibido por Carlos V, de quien esperaba alguna ayuda, en cierta ocasión pudo acercarse a la carroza del emperador, logrando subir a un estribo del carruaje. Entonces, cuando el rey le preguntó quién era, Hernán Cortés le contestó con energía: “¡Yo soy quien ha ganado para vos más tierras que las que os legaron vuestros abuelos!”. Frase muy bonita pero inútil porque no estimuló la gratitud del monarca, y Hernán Cortés murió en la miseria.
“TODO LO LLEVO CONMIGO”
En ocasión de estar sitiada la ciudad de Priene por el ejército persa de Ciro (siglo VI a. de C.), todos sus habitantes trataban de escapar, llevándose la mayor cantidad posible de objetos de valor. El único que permanecía ajeno a tales preocupaciones y ansiedades era el filósofo Bías -uno de los siete sabios de Grecia-, quien al ser interrogado por su actitud, contestó: “Tolo lo llevo conmigo” (dando a entender con ello que los bienes más preciados para él eran su sabiduría y el tesoro de sus pensamientos); palabras que, por supuesto, no conmovieron demasiado a sus compatriotas que siguieron a lo suyo.
“NO SÓLO DE PAN VIVIRÁ EL HOMBRE”
A quienes pasan por la vida dominados por el único afán de acumular riquezas materiales, conviene recordarles alguna vez este episodio bíblico: “Habiendo sido llevado Jesús al desierto para ser tentado por el diablo -dicen los evangelistas-, después de haber ayunado allí durante cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre… Y vino el tentador y le dijo: ‘Si eres hijo de Dios, di a estas piedras que se hagan pan’. Más él, respondiendo, habló: ‘Escrito está: no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra o disposición que sale de la boca de Dios.’”
“LA SUERTE ESTÁ ECHADA”
Para proteger a Roma de los soldados de las Galias, las leyes romanas prohibían severamente el paso del Rubicón -pequeño río que separaba a Italia de la Galia Cisalpina-, y consideraban traidor a la patria a quien atravesara con tropas dicha vía de agua. Encontrándose el procónsul Julio César con ese problema (pasar el Rubicón para marchar sobre Roma; cruzarlo significaba cometer una ilegalidad pero sus enemigos políticos trataban de despojarle de su ejército y cargo) cuenta Suetonio que se decidió al fin, exclamando: “La suerte está echada” (“Alea iacta est”). -Con este paso, se rebeló contra la autoridad del Senado y con su desafío dio comienzo a la larga guerra civil contra Pompeyo y los optimates (“los hombres excelentes”, la facción aristocrática de la República romana)-. Y la frase se repite cuando alguien toma una determinación atrevida y decisiva al acometer una empresa peligrosa que implica un punto de no retorno.
“COMO NO SÉ LEER, COLÓCAME UNA ESPADA”
De pronto, cuando trabajaba en una estatua del papa Julio II, Miguel Ángel se encontró con el problema que ha preocupado a muchos pintores y escultores: encontrar un objeto para poner en las manos de los modelos. Y cuando el genial artista le preguntó si le parecía bien que lo viesen sosteniendo un libro, el pontífice respondió: “No, nadie lo va a creer. Como no sé leer, colócame una espada”.
“LOS LAURELES DE MILCÍADES NO ME DEJAN DORMIR”
Humanos al fin, también los grandes guerreros han sentido alguna vez algo de celos o envidia a causa del triunfo logrado por otro compañero de armas en los campos de batalla. Y cuando el general Milcíades derrotó a los persas en la batalla de Maratón (siglo V a. de C.), el político y general ateniense Temístocles se hartó de escuchar los interminables elogios hechos a su colega y declaró a sus amigos: “Los laureles de Milcíades no me dejan dormir”. Y eso que, tal y como le describe el historiador Plutarco, se puede considerar a Temístocles como “el principal artífice de la salvación de Grecia” de la amenaza persa, cuyos efectos de sus políticas sobre Atenas perdurarían en el tiempo.
“COMER PARA VIVIR, NO VIVIR PARA COMER”
La referencia más antigua respecto de esta frase se remonta al filósofo Sócrates, quien la habría pronunciado (recuérdese que este no dejó escrito alguno) hace más de 2.300 años. Esto indica que nos viene de muy lejos el pecado de la gula. El consejo se repite en una de Las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio (s. XIII): “Según dijeron los sabios, el comer fue puesto para vivir, y no el vivir para el comer”. Esta obra se considera uno de los legados más importantes de Castilla a la historia del Derecho. También Molière recomienda en El avaro (1668): “Hay que comer para vivir, y no vivir para comer”. Como vemos, el hombre sabe muy bien qué normas debe respetar en la mesa.
“EL ESTADO SOY YO”
El 13 de abril de 1655, Luis XIV (tenía dieciséis años de edad en ese momento) llegó al Parlamento francés con traje de montar y látigo en mano, atuendo que mereció palabras de censura del presidente de las Cortes, quien consideró disminuido el respeto debido al Estado, pero el rey le contestó con suficiencia: “El Estado soy yo”. La frase pinta con claridad el carácter absolutista y despótico del monarca, aunque algunos cronistas la consideran una imprecisión histórica ya que es más probable que dicho comentario fuera forjado por sus enemigos políticos para resaltar la visión estereotipada del absolutismo político que Luis XIV representaba, quizá a partir de un retorcimiento de la cita: “El bien del Estado constituye la gloria del rey”, proveniente de sus Réflexions sur le métier de roi (1679). En contraposición, el Rey Sol dijo antes de morir: “Je m’en vais, mais l’État demeurera toujours” (“Me marcho, pero el Estado siempre permanecerá”) y estas palabras señalarían que en realidad se consideraba a sí mismo como disociado del concepto mismo del Estado, pero sí se creería su primer servidor. No sería justo además ocultar que durante su reinado -considerado como el Siglo de Oro de Francia- se destacaron hombres como Pierre Corneille, Jean Racine, Molière, La Bruyère, Nicolás Boileau, François Fénelon, Charles Perrault, La Fontaine, y otros.
“EL SOL SERÁ TESTIGO DEL TRIUNFO DE NUESTRAS ARMAS”
En los llanos de Maipú, los dos ejércitos estaban listos para iniciar la lucha: las tropas libertadoras del general don José de San Martín y las del general realista don Manuel Osorio. Y fue en aquel amanecer del día 5 de abril de 1818 cuando el general San Martín arengó a los suyos, diciéndoles: “El sol que asoma en la cumbre de los Andes será testigo del triunfo de nuestras armas”. Palabras más que proféticas, pues con el logro de aquella victoria quedó asegurada la independencia de Chile, y se abrió camino a la independencia del Perú.
“¡QUÉ ARTISTA PIERDE EL MUNDO!”
Después de ordenar la persecución de los cristianos y el incendio de Roma, y de eliminar a su madre Agripina, a su hermanastro Británico, a sus esposas Octavia y Popea Sabina y a su preceptor Séneca, el emperador Nerón -quien se llamó a sí mismo ‘El cómico coronado’- se hizo dar muerte por un soldado ante la sublevación que contra él se propaga por todo el imperio, exclamando antes de morir: “¡Qué artista pierde el mundo!”, ya que él se consideraba a sí mismo el más grande de los poetas, el mayor músico… y el que todo lo hacía mejor, por lo que faltando él, el mundo se quedaba sin el más importante de los creadores. Todas esas barbaridades y algunas más las realizó en sólo 31 años de vida (37-68), y tal vez sea eso lo único que pueda elogiársele: que viviese poco.
“TEMO AL HOMBRE DE UN SOLO LIBRO”
Esta frase, que se atribuye a santo Tomás de Aquino (s. XIII), indica con claridad las dificultades y los riesgos que hay que afrontar cuando se trata de polemizar con quienes tienen una cantidad muy limitada de conocimientos y carecen, lógicamente, de ideas para aceptar o rebatir otras ideas; son los que alegan la potestad de ser dueños de la verdad única y niegan a otros el derecho a pensar de manera diferente. Algunos creen, sin embargo, que santo Tomás, lejos de promover la lectura múltiple para enriquecer el espíritu, con su frase estaba más bien previniendo que aquellos hombres de un solo libro son de temer porque están mejor armados para el combate en defensa de su fe. Es decir, son de respetar. Lo que vendría a resultar un tributo al pensamiento único, más que una crítica. Claro está que si es temible el hombre de un solo libro, también puede serlo el que maneja muchos sin discernimiento, y de ahí viene, seguramente, aquello de que los extremos son malos. No hay duda, sin embargo, que, como filósofo de su época, santo Tomás no fue un hombre de un libro único; leyó todo lo que había que leer para poder criticar el pensamiento ajeno, o decantarlo, y no tendríamos por qué culparlo de que su sistema de creencias haya pasado a ser inamovible y cerrado por tanto tiempo, porque su razonamiento teológico, el tomismo, dominó por siglos la doctrina de la Iglesia católica.
“LA MÚSICA PÁGUELA QUIEN LA OYERE”
El día 8 de septiembre de 1645 agonizaba en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real) aquel genio de las letras españolas que se llamó don Francisco de Quevedo y Villegas. Junto a su lecho, el vicario de la parroquia le reclamaba para que subsanase un olvido que había en su testamento: “Queremos que el entierro sea suntuoso -le dijo-, pero falta dinero para pagar a los músicos”. Entonces, Quevedo pronunció la mencionada frase, dando por terminada la cuestión definitivamente.
“¡LO HE HALLADO!”
Cuéntase (para algunos real y para otros mera leyenda) que allá por el siglo III a. de C. un rey de Siracusa llamado Hieron II, desconfiado por naturaleza y cargo, sospechó que su joyero no había utilizado todo el oro puro que le había cedido en la forma de un lingote para la confección de una corona, que obviamente ya acabada no podía ser cortada o fundida y deteriorarla sin una razón consistente más allá de la suspicacia, por lo que había que buscar otro medio para certificar la realidad o no del engaño, y todo a pesar de que el peso de la joya elaborada era exactamente el mismo al del metal entregado. Entonces encomendó al geómetra Arquímedes, por el que sentía gran admiración, que averiguase si se habían mezclado otros metales en la realización de aquel trabajo, pero Arquímedes no sabía qué hacer. El cobre y la plata eran más ligeros que el oro. Si el orfebre hubiese añadido cualquiera de estos metales a la corona, ocuparían un espacio mayor que el de un peso equivalente de oro. Conociendo el espacio ocupado por la corona (o sea, su volumen) podría contestar a Hieron, lo que no sabía era cómo averiguar el volumen de la corona. Así, durante un tiempo el sabio estudió el asunto sin hallar solución alguna, hasta que un día, mientras estaba en el baño, observó que sus piernas perdían gran parte de su peso dentro del agua y que podía levantarlas con mayor facilidad. Aquel detalle le permitió descubrir lo que después se conoció como ‘el principio de Arquímedes’, es decir: “Todo cuerpo bañado en un fluido pierde una parte de su peso igual al peso del volumen de aquel fluido que desaloja”. Entusiasmado por el hallazgo, salió del baño y echó a correr por las calles gritando su famosa interjección: “¡heureka!” (“¡lo he hallado!”), sin darse ni siquiera cuenta de que había olvidado ponerse su túnica. –Heúrēka es la primera persona del singular del pretérito perfecto de indicativo del verbo heurisko, que significa “encontrar”; su significado es, por tanto, “lo he encontrado”. La exclamación “¡eureka!” se usa hoy en día como celebración de un descubrimiento, hallazgo o consecución que se busca con afán. Se ha popularizado su transcripción como “eureka”, si bien en griego la palabra comenzaba por espíritu áspero (un signo diacrítico usado en la ortografía politónica de esta lengua en su forma antigua), que aspira la primera vocal, y la transcripción de este se realiza mediante una hache.- Así pues, Arquímedes llenó de agua un recipiente, metió la corona dentro y midió el volumen de líquido desplazado. Luego hizo lo propio con un peso igual de oro puro; el volumen desplazado era menor. El oro de la corona había sido mezclado con un metal más ligero, lo cual le daba un volumen mayor. El rey ordenó ejecutar al orfebre estafador… La primera vez que se recogió esta anécdota fue 230 años después de que sucediera. Lo hizo el escritor e ingeniero romano Vitruvius en su tratado De architectura (alrededor del 15 a. de C.) y no figura en ninguno de los numerosos escritos de Arquímedes, por eso algunos no le dan veracidad histórica. Si además tiramos de números: las coronas de la época pesaban menos de 1 kg, el volumen de un kilo de oro es de unos 52 centímetros cúbicos; si en lugar de oro puro hubiera sido mezclado con una tercera parte de plata su volumen sería de unos 65 centímetros cúbicos. Esta diferencia en volumen habría supuesto una disparidad en el nivel del agua de unos 0,4 milímetros. Sin duda es una variación demasiado pequeña para ser apreciada con los medios de entonces. Pero sucediera o no, lo indudable es el ingenio y la importancia histórica de Arquímedes, quien fue capaz de ganar guerras gracias a sus inventos, de facilitar las tareas más duras por medio de las palancas, las poleas o el ‘tornillo de Arquímedes’, de calcular matemáticamente el valor de pi, etcétera. Una vida de genialidad reconocida incluso por sus enemigos que dieron orden de atraparlo con vida cuando su ciudad fue conquistada. La desgracia o el destino quiso que el soldado que lo mató no lo reconociera.
“AHORA QUE TENGO PARA COMER, ME DAN BANQUETES”
Durante algunos años, el dramaturgo y periodista uruguayo Florencio Sánchez vivió en una extrema pobreza -que en sus tiempos se disimulaba con el romántico nombre de “bohemia”-, pero después de duros esfuerzos logró conquistar el triunfo: aplausos, homenajes y las inevitables comidas con que se suele agasajar a los triunfadores. A los postres de una de aquellas demostraciones gastronómicas, Sánchez fue invitado a pronunciar un discurso y fue entonces cuando el célebre autor de La gringa, M´hijo el dotor, Barranca abajo, Los muertos, etc… inició su charla diciendo: “Ahora que tengo para comer, me dan banquetes”. Y en verdad llegaban un poco tarde tantos reconocimientos, porque su salud estaba ya agotada y murió en 1910 cuando tenía apenas 35 años.
“LLORAS COMO MUJER LO QUE NO SUPISTE DEFENDER COMO HOMBRE”
Se llamaba Abu-Abd-Al•lah Mohammed ben Abî al-Hasan, pero se le conocía también por los nombres de Boabdil el Chico o el Zogoibi (el Infortunado). En 1487, después de destronar a su padre, se apoderó de la hermosa Granada -último baluarte de los moros en España- y, amando apasionadamente dicha ciudad, juró defenderla hasta morir, pero luego de alguna resistencia rindió aquella fortaleza en 1491 a los Reyes Católicos. Yendo por el camino de Andarax, en un lugar que luego se llamó ‘El suspiro del Moro’, dicen que Boabdil estalló en profundos sollozos al contemplar por última vez la urbe que había sido escenario de su grandeza, antes de perderla de vista tras una colina. Entonces su madre, la implacable sultana Aixa, le dijo: “Llora, llora como mujer… Razón es que llores como mujer, pues no supiste defender tu reino como hombre”, palabras las del encabezamiento que a menudo se recuerdan cuando alguien lamenta las consecuencias de alguna resolución cobarde.
“ACTUEMOS COMO EN EL TEATRO…”
Consultado Aristófanes (444-385 a. de C.) sobre qué actitud era la más conveniente para actuar en la vida, el más famoso de los poetas cómicos y satíricos de Atenas contestó: “El desequilibrio y el fracaso se producen cuando el partiquino (“cantante que ejecuta en las óperas parte muy breve o de escasa importancia”) quiere ser rey o cuando el actor que representa al monarca se ridiculiza al moverse o hablar como un plebeyo. ¡Actuemos siempre como en el teatro, respetando nuestros papeles!”. Alguien ha querido ver en esas palabras una alusión a Sócrates, de quien Aristófanes (por ejemplo en su comedia Las nubes, una sátira contra los nuevos filósofos, lo presenta como un demagogo dedicado a inculcar todo tipo de insensateces en las mentes de los jóvenes) era profundo enemigo y en mucho contribuyó a su injusta condenación.
“ESTA MEDICINA ME CURARÁ DE TODOS LOS MALES”
Poeta, diplomático, político, navegante y gran favorito de Isabel de Inglaterra, repentinamente se oscureció la estrella de sir Walter Raleigh y fue condenado a muerte en 1618, durante el reinado de Jacobo I. Al llegar al patíbulo se adelantó con firmeza al encuentro del verdugo y, examinando el filo del hacha preparada para su decapitación, exclamó: “Es una medicina un poco fuerte, pero me curará de todos los males”.
“PERDÍ EL DÍA…”
‘Amor y delicias del género humano’ fue el halagüeño sobrenombre que los romanos pusieron a su emperador Tito (Flavio Sabino Vespasiano), quien tanto se preocupaba por realizar buenas obras y aliviar el padecimiento de sus semejantes, que si al término de una jornada no había cumplido alguna acción meritoria se reprochaba con tristeza: “Perdí el día…”. Su reinado duró solamente dos años -entre el 79 y el 81 de nuestra era-, y el corto lapso confirma una vez más la verdad del viejo refrán que afirma: ‘Lo bueno dura poco’.
“¡NO SEREMOS ENGAÑADOS POR UN VENTRÍLOCUO!”
En una reunión de la Academia de Ciencias de París, en 1877, el físico, poeta e inventor francés Charles Cros (1842-1888) presentó un aparato (el paleófono) que reproducía la voz humana, muy similar al tan difundido fonógrafo que hiciera famoso a Thomas Alva Edison, ‘el mago de Menlo Park’. Lógicamente, aquella demostración provocó el asombro y el entusiasmo de los académicos, menos de uno de ellos -Monsieur Bouilland-, quien interrumpió violentamente la audición, gritando: “¡No seremos engañados por un ventrílocuo!”, tras lo cual arremetió contra el inventor de la máquina parlante. Costó gran esfuerzo convencerlo de que eso de ventrílocuo solamente existía en su imaginación.
“NADA TENGO, DEBO MUCHO… ¡EL RESTO PARA LOS POBRES!”
Dotado de un profundo amor a la humanidad, pasión por la justicia y culto a la ciencia, François Rabelais (1494-1553) fue sacerdote, médico, profesor de anatomía… pero todas sus actividades empalidecen ante su famoso conjunto de novelas Gargantúa y Pantagruel, desbordantes de humor, sátira y filosofía. Encontrándose en su lecho de muerte y en trance de dictar testamento, Rabelais abrevió el trabajo del notario diciendo la frase que va en el epígrafe, con la cual confirmó una vez más el conocido dicho: ‘Genio y figura hasta la sepultura’.
“¡AVERGÜÉNCESE QUIEN MAL PIENSA!”
Con estas palabras -en una traducción más o menos literal-, Eduardo III de Inglaterra amonestó a varios cortesanos que habían observado con malicia y suspicacia su gesto insólito: ¡nada menos que levantar del suelo una liga que se le había caído durante el baile a la hermosa condesa de Salisbury!, su favorita por aquel entonces. No conforme con la amonestación, para evitar además de la pérdida de su honra el bochorno de la joven, el monarca sujetó la liga a su propia pierna, dando origen con ese acto a la creación de la famosa y codiciada Orden de la Jarretera o La Nobilísima Orden de la Liga (la orden de caballería más importante y antigua del Reino Unido), y a que su frase original que exclamó ante los invitados: “Honi soit qui mal y pense” (“Que se avergüence quien de esto piense mal”) quedase como leyenda en el escudo nacional inglés. Se dice que el rey Eduardo III habría intentado, con la formación de esta institución, una vuelta a la mesa redonda de los caballeros del rey Arturo.
“SI ME DICEN QUE HE FALLECIDO, NO ME ASOMBRARÍA NADA”
Juan Emilio Arrieta (1823-1894), autor de las zarzuelas Marina, El dominó azul, El grumete y otras, fue una de las figuras más populares de la España de su tiempo. Unía a sus condiciones de creador -dicen sus biógrafos-, un gran sentido del humor y se cuenta que, la noche antes de morir, charlaba jovialmente con varios amigos. Y cuando uno de ellos le preguntó: “¿Cómo se encuentra usted, maestro?”, Arrieta le dijo sin titubear: “Mal, muy mal, amigo. ¡Tan mal me encuentro que si al amanecer me dicen que he fallecido no me asombraría nada!”.