La brujería es tan antigua como la condición humana. Su nacimiento tiene lugar en el mismo instante que lo tienen la magia y la religión. Sin embargo, fue la más desdichada de las hermanas esotéricas. Con el tiempo se la consideró como una práctica maléfica y se la ocultó, motivo por el cual no tuvo carta de naturaleza hasta el siglo XV, cuando se reconoció su existencia oficialmente.
El 5 de diciembre de 1484 la Tierra todavía no era redonda para los habitantes que la poblaban, pero en los confines del mundo cristiano se sabía que existía la brujería, y lo que aún era peor: las brujas y los brujos. Precisamente por ello, en este tiempo el papa Inocencio VIII proclamó la bula Summis desiderantes affectibus (que sería conocida popularmente como “canto de guerra del infierno”), formulando una condena radical de todos aquellos que cometieran actos diabólicos y ofendieran así la fe cristiana: “Muchas personas de ambos sexos se han abandonado a demonios, íncubos y súcubos, y por sus encantamientos, conjuros y otras abominaciones han matado a niños aún en el vientre de la madre, han destruido el ganado y las cosechas, atormentan a hombres y mujeres y les impiden concebir; y, sobre todo, reniegan blasfemamente de la fe que es la suya por el sacramento del bautismo, y a instigación del Enemigo de la Humanidad no dudan en cometer y perpetrar las peores abominaciones y excesos más vergonzosos para peligro mortal de sus almas”; a la vez que poco tiempo después se publica el Malleus maleficarum (o “martillo de herejes”), un exhaustivo manual que se ha llegado a definir como la enciclopedia del inquisidor porque tuvo una gran difusión gracias a la imprenta y porque contaba, escrito por dos inquisidores dominicos de Alemania, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, con un lenguaje y una estructura sencilla y fácil de entender, para -entre otras cosas- detectar, capturar, juzgar y aniquilar a todas aquellas personas que, mediante la hechicería, cometieran atrocidades como embrujar a los hombres o mantener relaciones sexuales con demonios para engendrar criaturas infernales, y que tuvo un profundo impacto al atribuir autoridad y credibilidad a los procesos por brujería que ya existían, y a través del cual la Iglesia reconocía oficialmente la existencia de la misma, sensibilizando a la sociedad de que había que tomarse la hechicería como un problema social general. Este reconocimiento se resumía en tres conclusiones:
1.La brujería es una realidad.
2.La brujería se funda en un pacto con el diablo.
3.El pacto se basa en la negación de la fe cristiana.
De este modo dio comienzo la creencia oficial en los poderes del maléfico personificados sobre la Tierra, y así fue como se reconoció en el mundo que pululaban por doquier brujos y brujas. Y aunque empezó siendo considerada por la Iglesia una herejía entre tantas, acabó acaparando todo lo relativo a lo maléfico y lo oculto (las artes adivinatorias, la magia negra, la hechicería, el curanderismo, los heterodoxos y hasta el satanismo). La clásica imagen horrible que nos ha llegado de la brujería fue una realidad a lo largo de los siglos XV hasta el XVII, doscientos años en los que realmente se manifestaba de la forma más violenta, sangrienta y terrible que pueda imaginarse.
Naturalmente, el reconocimiento oficial de la existencia de la brujería conmocionó al mundo cristiano, pues en ella hallaba un nuevo y poderoso enemigo. A finales del siglo XVI el problema se agravó porque la intelectualidad europea y racionalista se obsesionó con el demonio y mezcló esta idea con la de las brujas. Las medidas que adoptó la Iglesia no pudieron ser más descabelladas: sólo durante la primera mitad del siglo XVII se condujo a la hoguera indiscriminadamente a decenas de miles de personas en toda Europa, acusadas de practicar la hechicería. No es casualidad que esta fase se corresponda, en parte, con la llamada “pequeña era glacial”: un empeoramiento climático que trajo malas cosechas y carestías; fenómeno que parece haber afectado a varias áreas de Europa en diferentes momentos entre 1580 y 1630, al que siguió una trágica oleada de peste que se cobró la vida de buena parte de la población en Italia, por ejemplo. La posterior mejoría económica se correspondió igualmente con una disminución generalizada de los procesos, aunque en algunas zonas fue a finales del siglo XVII cuando se produjeron los peores casos de caza de brujas.
Al contrario de lo que suele creerse, la muy católica España quedó libre en buena medida de las explosiones de violencia contra las supuestas brujas, de modo que el número de víctimas resultó bajísimo si lo comparamos con el de la Europa central y septentrional. El mérito de ello corresponde a la tan difamada Inquisición, que en el país castellano era especialmente eficaz: una junta de juristas en Granada determinó, tras algún exceso, que los casos de brujería serían competencia de la Inquisición y poco después se establecieron una serie de normas estrictas para los inquisidores, que debían comprobar si los acusados habían sufrido torturas, en cuyo caso las confesiones serían rechazadas; mientras que en otros lugares, por ejemplo a causa de la fragmentación política del Sacro Imperio Romano Germánico, al no haber un poder central fuerte, cada ciudad se enfrentaba al problema con cierto grado de autonomía, lo que propició abusos y actuaciones discrecionales alcanzando sus procesos cotas inusitadas de dramatismo. Pero, ¿existía realmente en aquel momento la brujería? ¿Eran auténticas aquellas brujas, o inocentes víctimas? Y en el caso de que hubiese brujas: ¿llegaron a establecer pactos reales con el diablo?
Al tiempo que arreciaba la caza de brujas en numerosas regiones de Europa, surgieron voces críticas que ponían en cuestión la realidad de las acusaciones sobre posesiones diabólicas. Confundidas con la práctica de la brujería, en realidad se estaban continuando manifestaciones de tradiciones ancestrales propias de los pueblos forestales y agrícolas con las que se rendía culto a la naturaleza. Sin embargo, la mentalidad intolerante de aquellas autoridades eclesiásticas decretó una fuerte persecución para acabar con este tipo de prácticas, que no obedecía al rito legitimado por el cristianismo.
El mundo entero se vio arrastrado por una ola de superstición, promovida desde la Iglesia, que hizo mella hasta en sus propios jueces; ya era creencia general que el diablo había creado la brujería y que la empleaba para manifestarse entre los hombres. A las brujas les tocó cargar con el papel de seres despreciables poseedores de maléficos poderes extraordinarios con los que pretendían hacer el mal. A consecuencia de ello miles de personas, que supuestamente poseían poderes y mantenían trato con el diablo, fueron torturadas sin piedad y condenadas a morir en la hoguera.
El pueblo llano no se libró de la plaga brujeril y se vio obligado a presenciar muchos de los importantes hechos que protagonizaron los supuestos brujos y brujas, y cómo la Inquisición ponía término a sus dañinos días de proselitismo en la Tierra. Pero aquella gente sencilla, generalmente analfabeta e inculta y por lo tanto crédula de las leyendas, quiso mantener sus viejas tradiciones ancestrales, y aunque nunca pactó con el diablo, fue torturada y quemada por adorar a sus antiguos dioses.
Y es que la práctica de la hechicería era en realidad sinónimo de perpetuación del culto al universo, a través del cual trataban de entrar en relación con otras naturalezas superiores que se manifestaban en forma de fuerzas desconocidas. En aquel momento, el hombre anhelaba alcanzar elevadísimos objetivos que no podía obtener por sus limitados medios físicos; quizás el principal empeño de los seguidores de la brujería era lograr vivir en libertad, cosa que el feudalismo y el cristianismo les impedían constantemente.
Lo que los inquisidores llamaban brujería era en realidad la práctica de las religiones autóctonas de la Tierra. Cuando se luchaba contra la brujería, no se estaba haciendo más que batallar contra una invencible religión ancestral. De este modo fue necesaria la artificial introducción de la figura del diablo, que originariamente no tenía ninguna relación con las antiguas religiones. El diablo, el mal, era el elemento clave para desacreditar a quienes no se sentían cristianos y la excusa ineludible para exterminar a estos y a la herética cultura cosmogónica que habían heredado.
La brujería, entendiéndola únicamente como culto a la naturaleza, empezó a practicarse en forma de rito mágico-religioso en las reuniones de druidas, hace unos cinco mil años. Estos brujos eran los componentes de la casta intelectual, y representaban la figura del sabio-sacerdote-mago propia del pueblo celta. Su filosofía esotérica del mundo y sus conocimientos mágicos arraigaron profundamente en la mayoría de las tribus del continente europeo. Sus tradiciones se perpetuaron a través de los siglos hasta llegar al fatídico siglo XV, época en la que un cristianismo violento y expansionista decidió acabar con las sucesivas explosiones heréticas populares, que se producían, y no por casualidad, exactamente en los mismos lugares en los que ancestralmente se habían celebrado los cultos paganos.
Queda así el culto al universo como génesis de todo el fenómeno herético y posteriormente brujeril. En realidad este culto consistió en una cosmogonía que tiene al Sol como gran dios hacedor de luz y dador de vida, representado en la Tierra por la Madre Naturaleza, la cual proporcionaba comida. De la misma necesidad de alimentación surgió el culto a la caza, entendiendo esta tarea como acto mágico; y en seguida apareció un dios de la caza simbolizado en forma de animal totémico con cuernos, con los que indicaba su fortaleza y bravura. Esta figura evolucionó hasta llegar al macho cabrío, venerado en un ritual de fertilidad las noches de plenilunio, para que la diosa lunar les iluminara con sus rayos femeninos y facilitara la fecundación de la Tierra y la procreación de todas sus criaturas, manteniendo constante de este modo el ciclo vital del cosmos. Aún hoy en día, el macho cabrío continúa siendo el animal protector del ganado y del bosque en algunas zonas forestales.
Eso es, en verdad, lo cierto de la tenebrosa brujería: un simple culto natural practicado por los pueblos que no quisieron abandonar sus viejas tradiciones. La resistencia la pagaron cara; con el tiempo, a las persecuciones se fueron añadiendo nuevas imputaciones. Todo ello provocó que las prácticas no cristianas fueran exterminadas, pero nadie podrá borrar jamás el hecho de que la brujería se hubiese cimentado sobre la religión más antigua del mundo hasta formar parte de ella.
Pero la brujería también congregó a todas las personas que tenían facultades de videncia y de curanderismo, gentes que eran tomadas por “mágicas” debido a sus dones naturales y a sus conocimientos ocultos. Fueron personas respetadas y apreciadas hasta la llegada de la Edad Media y la imposición violenta del cristianismo. Desde aquel momento, los magos fueron desprestigiados y el término brujería adquirió un valor despectivo primero y maléfico después. Incluso hoy en día se sigue llamando popularmente “brujos” y “brujas” a aquellas personas sensitivas que tiran las cartas (tarot), que leen las líneas de la mano (quiromancia), o que practican el curanderismo.
Ni brujas ni brujos tenían más poder sobrenatural que el proveniente de sus propias facultades sensitivas. Sus convecinos les conocían, les apreciaban y les consideraban simplemente personas dotadas de poderes mágicos. En aquellos tiempos, fundamentalmente hasta el siglo XVII, el ocultismo todavía no se manifestaba en la forma de mancias estructuradas que hoy conocemos, y las echadoras de suerte ejercían sus facultades basándose en métodos naturales, como la posición de las piedras de los ríos, de los pétalos de una flor, etcétera.
A pesar de que la mayor parte del conocimiento sobre la utilización de plantas con fines mágicos era transmitido de forma oral, mucha de esta sabiduría quedó reflejada en multitud de textos como el de la imagen. Y es que las brujas tenían un gran conocimiento de la naturaleza, particularmente de botánica; sabiduría que utilizaban para alcanzar estados de trance o para elaborar pócimas con las que producían curaciones, o enfermedades, a personas y animales. De este modo, se convirtieron en curanderas y en hechiceras según fuesen las circunstancias del trabajo a realizar. Todo ello, unido a la experiencia que su práctica les otorgaba, las convertía en figura equivalente a la de los magos y ocultistas actuales.
Con la implantación de la filosofía y la moralidad inquisitorial, todas las personas que seguían el estudio de los astros, que conocían las propiedades de las plantas, que se dedicaban al curanderismo, que leían las líneas de la mano, que veían más allá de nuestro mundo tridimensional o que hacían algo especial, fueron catalogadas como “brujos” y “brujas”. Esta persecución se acentuó a medida que los hechiceros se oponían a la nueva cultura dominante de tal modo que la gran mayoría de los heterodoxos acabó en la hoguera.
Sin embargo, el cristianismo nunca acabó por completo con la práctica del viejo culto; aunque lo exterminaron prácticamente en los países latinos, en los anglosajones, y principalmente en Gran Bretaña, la brujería nunca murió del todo. Además, si entendemos que el ocultismo es una forma de brujería, podemos afirmar que esta está presente en el mundo moderno como otra forma más de las numerosas manifestaciones culturales tradicionales del hombre occidental.
Así pues, en realidad, la brujería que practicaron nuestros antepasados no tuvo ninguna relación con el diablo ni gozó de ningún poder maléfico sobrenatural. Se trató, simplemente, de un fenómeno sociológico producido a raíz de la intolerancia de las autoridades de la época, que no quisieron transigir con la pervivencia de los viejos cultos religiosos de tipo pagano. Estas religiones fomentaban las costumbres de la liberalidad social, de la igualdad, y no admitían una estructura social superior que no fuera la de los dioses encarnados en la propia naturaleza. Ello, por supuesto, no fue aceptado por la nueva moral cristiana, que estructuraba la sociedad de forma vertical y bajo premisas de intolerancia.
Si bien parece cierta la celebración de reuniones sabáticas que tenían lugar las noches de viernes a sábado, y que se conocieron con el nombre de aquelarres o sabbat (ceremonias que se celebraban en bosques y parajes ocultos), también lo es que, en los últimos tiempos del siglo XVII, se renegaba del dios cristiano y se luchaba contra él, porque su actuación, transmitida al pueblo a través de la imposición y la arrogancia, era despótica, intolerante, injusta y cruel, y además protegía a las clases pudientes; por ello, es lógico que durante el transcurso de estos aquelarres surgieran algunos levantamientos contra el sistema social protegido por el dios cristiano.
Todavía en nuestro siglo, aquellas personas que no siguen las normas establecidas por la imperante cultura y moralidad religiosa, continúan siendo perseguidas hasta lo que es posible, produciéndose auténticos linchamientos morales. Hoy, la Iglesia sigue condenando oficialmente el esoterismo.
No obstante, y a pesar del escrupuloso y metódico trabajo realizado por la Iglesia para acabar con el antiguo conocimiento tradicional, basado fundamentalmente en una relación respetuosa, armónica y sensible con la naturaleza, la conciencia de sabiduría profunda que encierra la brujería -tan injustamente vapuleada- no se ha extinguido con el paso de los años. Su fuerza va más allá del tiempo y sus coordenadas de actuación se escapan a las rígidas leyes impuestas por los hombres. Esta forma de entender la realidad fue bellamente expuesta por la escritora estadounidense Marion Zimmer Bradley en su obra Las nieblas de Avalon, cuando en palabras de Morgana dice: “En mis tiempos me llamaron muchas cosas: hermana, amante, sacerdotisa, hechicera, reina. Ahora, ciertamente, me he tornado en hechicera y acaso llegue el momento en el que sea necesario que estas cosas se conozcan. Pero, bien mirado, creo que serán los cristianos quienes digan la última palabra. Perpetuamente se separa el mundo de las hadas de aquel en el que Cristo gobierna. Nada tengo contra Cristo sino contra sus sacerdotes, que consideran a la Gran Diosa como a un demonio y niegan que alguna vez tuviera poder sobre este mundo. Cuando más, declaran que su poder proviene de Satán”.