¿Qué lugar ocupa el hombre en el mundo? Sin duda que el hombre es el “sentido” de la historia, puesto que es él quien la crea. Pero, ¿cuál es su puesto en el mundo-naturaleza, dado que esta última existe independientemente del hombre y, a su vez, el hombre no parece ser sino una cosa más? La pregunta es mucho más urgente si el finalismo de la naturaleza se vuelve problemático (puesto que entonces ya no es tan sencillo afirmar que todo existe para el hombre, o que este es la meta de la evolución).
Según el filósofo y escritor Martín Buber, el hombre se vuelve él mismo problemático cuando se siente solo en el mundo, perdido en el universo: “Podemos distinguir en la historia del espíritu humano épocas en que el hombre tiene aposento y épocas en que está a la intemperie, sin hogar. En aquellas, el hombre vive en el mundo como en su casa; en las otras, el mundo es la intemperie, y hasta le faltan a veces cuatro estacas para levantar una tienda de campaña. En las primeras, el pensamiento antropológico se presenta como una parte del cosmológico; en las segundas, ese pensamiento cobra hondura y, con ella, independencia”. Es decir, ha habido épocas en las que el hombre se ha sentido “centro del mundo”, “ombligo del mundo”, y épocas en las que se ha sentido “arrojado al mundo”; en las primeras, el mundo era su “casa”; en las segundas, el mundo era un lugar extraño.
Probablemente, los primitivos vivían en el mundo como en su propia casa. Según la tesis del etnólogo francés L. Lévy-Bruhl -corregida luego por él mismo y hoy escasamente aceptada-, la “mentalidad” del hombre primitivo era radicalmente distinta de la nuestra y más cercana de la mentalidad infantil: el primitivo no se sentía distinto del mundo en que vivía, y su modo de relacionarse con las cosas era una especie de “participación mística”. Por ejemplo, esos hombres se sentían identificados con el tótem de su propia tribu. Por otro lado, el primitivo dividía el mundo en zonas sagradas y zonas profanas, siendo el lugar sagrado (templo) el “centro” del mundo. De este modo, el hombre primitivo vivía unido con la naturaleza y esta aparecía organizada en torno a un “centro” de referencia.
Para algunos filósofos griegos el mundo era una “casa” para el hombre, puesto que se trata de un mundo limitado en cuyo centro se encuentra la Tierra (geocentrismo). Los médicos griegos consideran al hombre como un “microcosmos”, es decir, como un “mundo en pequeño”, una réplica del universo, compuesto por los mismos cuatro elementos -tierra, fuego, aire y agua- de que se compone el mundo. Sin embargo, Platón piensa que el cuerpo es cárcel del alma y que esta no pertenece a este mundo; pero ello no es sino una excepción en la filosofía griega (misma idea también en los pitagóricos); para Aristóteles, el alma no es sino lo que da vida al cuerpo.
Los filósofos cristianos medievales siguen considerando el mundo como “casa” del hombre. Dios ha creado el universo y ha colocado al hombre (imagen divina) como centro y rey de la creación. Todo existe para el hombre, y el hombre debe vivir para Dios. El mundo es un orden perfecto, en el que la única disonancia la introduce el hombre al haber pecado. Pero, al final de la historia, el pecado será vencido y entonces será Dios “todo en todas las cosas”.
Esta grandiosa concepción del orden del mundo se quiebra en el Renacimiento. La Tierra ya no es el “centro”, y para algunos filósofos el universo es infinito (G. Bruno, por ejemplo): entonces ya no hay ni siquiera “centro” del mundo. Por eso Pascal se declara aterrado ante “el silencio del espacio infinito”. Pero la gran ruptura se realiza con Descartes: el hombre queda recluido en su propia interioridad y pierde todo contacto con el mundo (cuya existencia se vuelve problemática). Descartes, padre del pensamiento moderno, sostenía que el yo y la conciencia estaban distanciados del mundo y de las demás personas. Es decir, que la conciencia está aislada y sola. Las sensaciones no nos dicen nada directamente sobre el mundo exterior, sólo nos proporcionan datos inferenciales. Generalmente se considera hoy día a Descartes como la cabeza de turco a quien se cuelga el sambenito de haber propagado la dicotomía entre objeto y sujeto; pero, naturalmente, no hizo sino reflejar el espíritu de su época y las corrientes subterráneas de la cultura moderna, que acertó a ver y describir con claridad y belleza. La Edad Media se considera comúnmente como perteneciente a otro mundo en contraste con las preocupaciones de este mundo propias del hombre moderno. Pero en realidad se contaba con que el alma del cristiano medieval estaba en contacto efectivo con este mundo mientras vivía en él. Los hombres sentían el mundo a su alrededor como directamente real (piénsese en Giotto), y el cuerpo como real e inmediato (recuérdese a Francisco de Asís). En cambio, a partir de Descartes se divorciaron el alma y la naturaleza y no quisieron saber nada la una de la otra. La naturaleza pertenece exclusivamente al reino de la extensión, que debe expresarse en lenguaje matemático. Nosotros conocemos el mundo sólo indirectamente, por inducción. Esto fue plantear abiertamente el problema con el que hemos estado luchando desde entonces, pero cuyas plenas consecuencias no se manifestaron hasta el siglo XIX… Así que no es pura casualidad ni mucho menos esa extrañeza que siente el hombre moderno frente a la naturaleza, ese encerramiento solitario de cada conciencia dentro de su concha. Son elementos que se han incorporado a nuestra educación y, en cierto modo, a nuestro mismo lenguaje. Esto quiere decir que no es tarea fácil superar esta situación aislacionista, y que exige algo mucho más fundamental que la simple reelaboración de algunas de nuestras ideas actuales. El hombre se encuentra alienado de su mundo natural y humano.
No es ninguna casualidad que en la literatura del barroco castellano encontremos un fuerte pesimismo ante la vida, la consideración de la realidad como “un sueño” (Calderón) o del mundo como una “mala posada”: el hombre ha empezado a perder su mundo, ya no tiene “casa”. Se puede decir que esta tendencia se acentúa cada vez más y que culmina en nuestro tiempo, cuando los existencialistas (en un momento en que la Segunda Guerra Mundial había supuesto la destrucción de los hogares y la aparición de millones de apátridas) dicen que el hombre se siente como “arrojado al mundo” (o, más bien, “arrojado fuera del mundo”). La insistencia de la literatura y el cine en la incomunicación del hombre revela esta misma situación. Se comprende entonces el significado de las últimas tendencias filosóficas. Husserl proclama como programa filosófico: “¡A las cosas mismas!”; Heidegger afirma que el hombre es un “ser-en-el-mundo”, los personalistas insisten en la relación “yo-tú”, etc.
¿Puede volver a ocupar el hombre el centro del mundo? Hay algunos datos que convierten la situación en irreversible: desde Copérnico se sabe que la Tierra ya no es el centro; desde Darwin, que el hombre no constituye un reino absolutamente aparte respecto a los animales; desde Freud, que el último reducto del hombre aparece dominado por la región oscura de las pulsiones, y en estos últimos años la cibernética nos empieza a humillar ante la máquina. Se explica que en 1928 Max Scheler escribiera un libro cuyo título es más bien un problema: ‘El puesto del hombre en el cosmos’. ¿Qué lugar ocupamos en el mundo? Hay algo que parece evidente: en nuestro mundo seguimos siendo el “centro”; en nuestro espacio, nuestro cuerpo sigue siendo el “eje” principal; en la historia, somos los protagonistas. Y algo más: ante la naturaleza estamos en la actitud de conquista. Y en ello radica la grandeza del hombre: si el mundo no es nuestro, podemos apoderarnos de él. Y entonces el trabajo se convierte -junto con la ciencia, la filosofía y el arte- en nuestro modo esencial de “ser en el mundo”. Trabajando es como el hombre se proyecta a sí mismo sobre la naturaleza y humaniza el mundo, convirtiéndolo en su propia “casa”. Es decir, el mundo quizá no sea de por sí la “casa” del hombre, pero puede llegar a serlo. Aunque también puede el hombre destruirlo y convertirlo en inhabitable. Sin duda, los actuales movimientos ecologistas presuponen toda una filosofía.