El nombre es nuestra tarjeta de presentación. Nos singulariza aunque, a veces, en demasía. Lo que para unos es motivo de orgullo, parte esencial de su ser, incluso un fragmento de su propia alma, para otros es una pesada carga difícil de llevar y dura de soportar. Lo que nos distingue de la masa, lo que nos individualiza, puede acabar por convertirse en un fatigoso lastre también.
Nuestro nombre funciona como una llave que nos abre la puerta de la relación con los otros. Para bien o para mal. Es como si determinase nuestro destino y posibilidades. Decían los antiguos romanos: “Nomen, omen” (“un nombre, un presagio”), convencidos como estaban de que el propio nombre influía tanto sobre la persona hasta el punto de resultar una profecía.
La elección del nombre no es fruto del mero azar. Cada persona, consciente o inconscientemente, es capaz de explicar las razones que le motivaron a elegir ese nombre para sus hijos. La primera razón que suele evocarse es la de la afinidad: el nombre gusta a los padres. Pero hay muchos otros motivos que nos mueven: el factor cultural, el social y el fenómeno de las modas.
Aun antes de que existieran los registros civiles y los bautizos, imponer el nombre era un acto natural de gran importancia. El primer acto personalizador que recibía en su vida el recién nacido, un acto trascendental.
Originariamente, se elegían siempre como nombres expresiones con un significado que correspondían a una cualidad que el recién nacido poseía o que se esperaba y pretendía que poseyera en un futuro. Era inconcebible, como lo hacemos hoy día, adjudicar a un hijo un nombre simplemente por su sonoridad, sin pararse a pensar en su significado o incluso si este existía. Así, Hércules tenía que ser fuerte; Ricardo, tener un corazón de león; Guillermo, ser un conquistador. Nombres como Anastasia, Greta, Claudia evocaban nombres de mujeres bellísimas. La niña, y más tarde la adolescente que llevase uno de estos nombres, se encontraba ante una obligación: la de intentar estar a la altura de lo que su nombre despertaba.
Pero hay cosas que no han cambiado tanto con el paso del tiempo. El onomástico que le damos a nuestro hijo, le sigue acompañando durante toda su vida. De alguna manera, contribuye a hacer esta más agradable o más incómoda, incluso le imprime carácter.
En ocasiones se hereda el nombre de un hermano fallecido. De esta manera, los padres, sean o no conscientes, intentan sustituir la pérdida de ese hijo. La persona carga con ese lastre familiar para siempre. Se convierte en el punto de referencia de otra persona y es más difícil adquirir la propia identidad. Fue lo que le pasó, por ejemplo, al pintor español Salvador Dalí, que heredó su nombre de un hermano muerto de meningitis antes de cumplir los dos años de edad. Esto marcó al artista, creándole una fuerte inestabilidad emocional, al tener que llevar de pequeño flores a una tumba que tenía su nombre: “Yo nací doble, con un hermano de más, que tuve que matar para ocupar mi propio lugar, para obtener mi propio derecho a la muerte… Todas las excentricidades que he cometido proceden de la trágica obsesión de mi vida. Siempre quise probarme que yo existía y no era mi hermano muerto”, escribiría en sus memorias tan polémico personaje.
Como vemos, no es lo mismo sentirse orgulloso de su nombre que vivir avergonzado por él. Ambas circunstancias influyen en la personalidad del ser humano. Por eso, no se debería jugar con esto.