En 1845, cientos de neoyorquinos, atraídos por la noticia de un hallazgo científico sensacional, acudieron en masa al salón Apolo de Broadway donde, por el módico precio de veinticinco centavos, era posible contemplar un esqueleto de casi cincuenta metros de longitud de lo que eran, según el arqueólogo y showman Albert Koch, los restos de un reptil marino extinto que había sido encontrado en una expedición realizada a Alabama (USA).
Con su forma alargada, espina vertebral ondulada y cráneo amenazador, la criatura de Koch guardaba un fuerte parecido con las serpientes marinas que supuestamente habían sido vistas en aguas norteamericanas dos siglos antes. Muchos espectadores se marcharon satisfechos, convencidos de que habían visto una prueba científica de la existencia de monstruos marinos.
Por desgracia para Koch, el anatomista de Harvard Jeffries Wyman visitó la exposición. Tras examinar cuidadosamente el esqueleto, anunció que se trataba de un fraude. Observó que los dientes de la criatura tenían la doble raíz característica de los mamíferos y no de los reptiles, y demostró que la maravilla de Koch era en realidad un montaje hecho de varios especímenes de una ballena ya extinta, el zeuglodon. Koch había combinado inteligentemente una serie de huesos, pero no tanto como para engañar a un experto.
Negando airadamente las conclusiones de Wyman, Koch cogió su serpiente y zarpó a Europa, donde montó diversas exhibiciones en varias ciudades. Su reputación, sin embargo, le había precedido, y fue el hazmerreír de los científicos europeos. Al final, no obstante, su truco resultó de algún interés académico. En 1847, el rey de Prusia compró el esqueleto fraudulento y lo añadió a la colección del Museo Real de Anatomía de Berlín.