Antaño, el juez se ponía sus vestiduras, se ajustaba la peluca, y abandonaba su condición de ser humano. Era una máquina que dispensaba justicia… o lo que entonces se consideraba justicia. Expulsaba de su mente la frase de san Pablo: “Pues la letra mata, pero el espíritu da vida”. San Lucas lo expresó con mayor claridad aún: “¡Desgraciados de vosotros, abogados! ¡Pues habéis perdido la llave del saber!”.
El juez -el juez que condena, el hombre del párrafo y del precedente- no se interesaba por la persona del acusado ni por la intención que el hecho ocultaba, sino sólo por el hecho mismo. Las penas prescritas por la ley eran aplicadas sin piedad. No había circunstancias atenuantes, ni clemencia, ni comprensión. Eran los jueces que aplicaban el concepto de retribución, y que han sobrevivido hasta nuestros días.
En el otro extremo de la escala se encuentran los jueces demasiado humanos. Parecen particularmente frecuentes en los Estados Unidos, donde un magistrado de Nueva York invitó al acusado a sentarse con él y a tomar una taza de café; donde otro, en Greenville, Mississippi, resolvió poner a votación de los espectadores si cierto asesino convicto debía morir en la silla eléctrica o ser condenado a prisión perpetua. Finalmente se resolvió sentenciarlo a prisión, por la holgada mayoría de quinientos noventa votos contra diez. O está el caso del juez de circuito de Harlan, Kentucky, que entró tambaleando al tribunal, después de una francachela, y descubrió que acusadores y acusados estaban cansados de esperarlo. Al día siguiente se aplicó a sí mismo una multa de doce dólares por haber bebido en exceso, pero no se puede afirmar que esa medida lograra restaurar su deteriorada dignidad.
El juez medieval, con toda su terrible majestad, jamás se habría hecho culpable de semejante conducta. Podía emborracharse, pero ciertamente jamás se aplicaba multas. Tampoco era raro que enviara niños al patíbulo.
Sobre niños, en la famosa Biblioteca Széchényi de Budapest (Hungría) se halla una detallada descripción del proceso de una niña de trece años, Margarete Dissler, que en 1780, en pleno período del Iluminismo, fue sentenciada a morir decapitada. En el volumen correspondiente a 1681 del Sonntagischer Postilion de Berlín (n.° 30) hay también un informe sobre el caso de una muchacha de catorce años de edad que fue sorprendida cuando pegaba fuego a una casa. Hoy diríamos que se trata de una piromaníaca, y trataríamos de curarla mediante un cuidadoso tratamiento psiquiátrico. En 1681 fue condenada a muerte, decapitada y su cuerpo quemado públicamente. El diario berlinés Vossische Zeitung trae en el número 112 de 1749 la crónica del proceso a una bruja, en la región de Baviera. La bruja fue quemada, y se descubrió que había iniciado en sus “malignas prácticas” a una niña de ocho años. La niña fue arrastrada al patíbulo, donde el verdugo le abrió las venas. Tiempos de horror, que es mejor olvidar. Excepto que, en la Alemania nazi y en la Rusia comunista (¿qué diferencia hay?), la edad límite para la responsabilidad penal descendió hasta el punto en que muchachos y niñas adolescentes fueron enviados a prisiones, campos de concentración o, en centenares de casos, ejecutados por el hacha o por el pelotón de fusilamiento. Y es que a medida que desaparecía el sentido de justicia de estos países, se revivieron sin vacilar principios y castigos propios del Medioevo.
En la actualidad, una sirvienta que cediese a la tentación y robara un poco de dinero mientras limpia en la casa donde sirve, sufriría una multa a lo sumo y sería puesta en libertad condicional sin muchos problemas; hace unos pocos siglos hubiera sido colgada. Hoy, la infortunada madre soltera que destruye a su hijo en un acceso de terror, va a la cárcel; antaño, era enterrada viva, y se le clavaba una estaca en el corazón.
La justicia de épocas más primitivas no renunciaba a sus rígidas exigencias de retribución aunque el malhechor escapara. Se aplicaba la sentencia in effigie, y todos tan tranquilos. Así, si el delincuente había sido condenado a muerte, se fabricaba un muñeco de paja; el artefacto era transportado a la plaza principal de la ciudad, donde se armaba el patíbulo. Allí, en presencia de la efigie, se leía solemnemente la sentencia; y luego se ordenaba al verdugo que cumpliera su deber. Sin olvidar una sola de las exigentes normas de su oficio, el verdugo ahorcaba al “condenado”. Únicamente omitían llamar a un médico para que certificara la muerte. Si la sentencia era particularmente severa y ordenaba quemar el cuerpo, también se ejecutaba esa parte; el verdugo retiraba la figura “muerta” del criminal y colocaba el “cadáver” sobre una hoguera, para edificación y entretenimiento del público.
La letra implacable y feroz de la ley debía ser aplicada rigurosamente, aunque el criminal estuviese muerto. El inhumano principio de la retribución debía obtener satisfacción. Un buen ejemplo de esto es la exhumación de Cromwell (para algunos un héroe de la lucha por la libertad) y de sus compañeros, que habían sido sepultados en la abadía de Westminster. Los regicidas debían ser castigados aún en la tumba. El 30 de enero de 1661 (aniversario de la ejecución de Carlos I de Inglaterra) los ataúdes de Cromwell y de sus dos asociados fueron retirados de sus sitios y los cadáveres descompuestos fueron llevados a Tyburn. Allí se los dejó colgados hasta el anochecer, en que fueron decapitados y enterrados bajo el patíbulo. Naturalmente, este raro espectáculo atrajo considerable público. Las damas de la aristocracia consideraron un deber acercarse a Tyburn y recrear sus ojos en la novedosa escena. Sin duda tenían excelentes nervios. Pepys (presidente de la Royal Society) registra en su diario los acontecimientos de ese día: oyó un sermón, recibió una carta de su hermano y estuvo con lady Batten… que acababa de regresar de Tyburn, con la señora Pepys. Es evidente que el hecho le pareció bastante natural, pues en sus anotaciones no formula ningún comentario sobre la excursión patibulesca.
Es característico del formalismo del antiguo sistema judicial que los casos criminales se desarrollaran de acuerdo con las mismas reglas y procedimientos aplicados a los casos en que se juzgaba a personas vivas. La única diferencia consistía en que se nombraba a un representante del cadáver, para que desempeñara el papel de abogado defensor… pues desgraciadamente el cadáver no podía argumentar. He aquí el procedimiento en el caso de unos suicidas, según el relato de un informe fechado en 1725: “El fiscal del rey en Fontaine-des-Nonnes inició juicio criminal contra Jacques de la Porte, empleado del tribunal de Marcilly, en su carácter de defensor del cadáver de Charles Hayon. En el curso de la audiencia se estableció que el arriba mencionado Charles Hayon, residente en Chaussée, se mató voluntaria y malignamente, atándose las piernas y arrojándose al arroyo, donde se ahogó. Se sentenció al cadáver a permanecer boca abajo, desnudo, sobre una parrilla de madera, y a ser arrastrado en ese estado por las calles de la comuna de Chaussée.”
Se han conservado también los documentos del proceso en que se juzgó el cadáver del asesino de Enrique III (Collection des meilleurs dissertations, etc., por C. Leber, J. B. Salgues & J. Cohen, París, 1826. El informe aparece en el volumen XVIII de la serie.) Nueve testigos fueron llamados a declarar, y todos lo hicieron bajo juramento que Jacques Clément había apuñalado al rey, y que entonces los guardias reales y los cortesanos se habían arrojado sobre el asesino, matándolo en pocos instantes. Todos conocían bien el episodio, pero ello poco importaba. Se leyó la sentencia en nombre de Enrique IV, sucesor del monarca asesinado, y después del preámbulo habitual, se estableció lo siguiente: “Su Majestad, después de oír la recomendación del Consejo Judicial, ordenó que el cadáver del arriba mencionado Clément sea descuartizado atando cuatro caballos a los cuatro miembros, y luego quemado, y las cenizas arrojadas al río, para destruir todo rastro de su recuerdo. Dado en Saint Cloud, el 2 de agosto de 1589. Firmado: Enrique.” Y más abajo se lee una anotación: “Sentencia ejecutada el mismo día”.
En Francia el descuartizamiento era sentencia reservada a los regicidas. Enrique IV no sabía que también él caería víctima de la daga de un asesino, y que Ravaillac, su matador, sufriría vivo la misma suerte que corrió el cadáver de Clément. ”¡Para eliminar todo rastro de su recuerdo!”. El 27 de mayo de 1610 François Ravaillac fue conducido a la Plaza de la Grêve. Allí fue quemado en diversas partes del cuerpo (pecho, caderas y piernas) con hierros al rojo vivo. La mano ejecutora del crimen fue quemada con azufre ardiendo y en las heridas de las quemaduras se vertió una mezcla de plomo derretido, aceite hirviendo y resina ardiente. Una vez terminado esto, se le ató de manos y piernas a cuatro caballos y fue desmembrado. Sus miembros fueron quemados y todo su cuerpo quedó reducido a cenizas.
La cosa era un poco menos trágica cuando la ley descargaba sobre objetos todo su draconiano vigor. El 8 de abril de 1498, la muchedumbre florentina, que se había rebelado contra Savonarola (un fraile incómodo para la época: predicó contra el lujo, el lucro, la depravación de los poderosos y la corrupción de la Iglesia católica, contra la búsqueda de la gloria y contra la sodomía, sospechando que estaba en toda la sociedad de Florencia), saqueó el monasterio de San Marcos. Uno de los adeptos del gran reformador echó a vuelo las campanas. Al oír la señal, la gente del monasterio se reunió y resistió un tiempo; al fin, la turba triunfó. El resto es historia bien conocida. Pero poca gente sabe que la horrible muerte de Savonarola en la hoguera no satisfizo el espíritu de venganza del partido victorioso. También la campana debía ser castigada. Ese mismo verano los prohombres de la ciudad dieron su fallo. La campana fue retirada de la torre y, arrastrada por asnos, fue paseada por toda la ciudad, mientras el verdugo la azotaba… lo mismo, precisamente, que hicieron los esbirros de Jerjes con el Helesponto.
Se trató de una flagelación que el rey persa infligió a una parte del mar de los Dardanelos, reo -según él- de haber cometido una injusticia y ofensa personal. Esta injusticia habría sido la destrucción del puente de barcas que Jerjes había realizado en el estrecho con el fin de permitir el tránsito de su ejército. El puente fue destruido por la violencia del mar precisamente cuando los trabajos estaban casi acabados. La ira de Jerjes se abatió entonces con dureza sobre los responsables de la construcción que fueron condenados a ser decapitados. Una suerte mejor tocó al mar: Jerjes le conmutó la pena de muerte por la de la flagelación. El castigo fue ejecutado, según el querer del rey, infligiendo al mar trescientos azotes acompañados de una terrible y ofensiva maldición. El rey ordenó también que fueran arrojados al mar dos cepos con una marca de fuego, para dejar sobre él un deshonor perenne.