Los castillos eran recintos fortificados que se construyeron principalmente en la Edad Media. En ellos vivían los señores feudales con sus familias, pero en épocas de guerra acudían a refugiarse también los vasallos y campesinos de los alrededores. Testigos de cruentas luchas entre cristianos, bárbaros y musulmanes, o de tensiones internas entre la nobleza y la monarquía, los castillos medievales dejaron de ser sólidas fortalezas al aparecer las armas de fuego, cuyos proyectiles podían derrumbar sus muros, y desde el siglo XVI, con el ocaso del feudalismo y la consolidación de las monarquías absolutistas, se transformaron en residencias más lujosas y confortables.
SU ORIGEN
La palabra castillo viene del latín castellum, que significa “pequeño recinto fortificado”. Las primeras fortificaciones (castros), junto con claras evidencias llegadas hasta nuestros días del uso de empalizadas y fosos, se remontan al Neolítico, cuando eran construidos con barro en lo alto de promontorios para defenderse. Poco a poco se fueron sumando otros componentes en su elaboración, como piedra o adobe, según la disponibilidad de materiales o las necesidades defensivas, dando paso con ello a los oppidum, término genérico que designa un lugar elevado cuyas defensas naturales se han visto reforzadas por la intervención del hombre. Se establecían, generalmente, para el dominio de tierras aptas para el cultivo o como refugio fortificado que podía tener partes habitables.
Los antiguos propietarios romanos solían fortificar sus viviendas de campo, y los soldados romanos también construían, en los territorios que conquistaban, pequeños fuertes que estaban rodeados por una empalizada de madera y un foso lleno de agua. Con la tierra extraída del foso se formaba un montículo artificial que facilitaba la defensa, y allí se levantaban las habitaciones y una torre para vigilar los alrededores y advertir la llegada de los enemigos. Aunque primitivas, eran efectivas y se requería del uso de armas y otras técnicas de asedio para superar tales defensas.
Los bárbaros aprendieron de los romanos a construir este tipo de fortalezas, y hacia el siglo X la piedra reemplazó a la madera, dando mayor solidez y altura a tan monumentales edificios.
EL CASTILLO, UN CONJUNTO DE FORTIFICACIONES
El castillo no sólo cumplía funciones puramente castrenses, sino que como se ha dicho servía también de residencia a los señores de la nobleza y a los propios reyes. Su objetivo era, pues, dificultar los asedios y ataques a los centros de poder. Si se analizan las partes de un castillo (agrandar imagen que sigue) se observa que, en suma, son un conjunto de fortificaciones. Si bien podía estar enclavado en núcleos urbanos, por lo general se edificaban en lugares altos, sobre colinas, promontorios rocosos… etcétera, y si era posible, próximos a un curso de agua para su abastecimiento y dominar de esta manera los alrededores, desde donde podía organizarse no sólo su propia defensa sino la de las villas que de él dependían.
Al llegar desde la campiña se encontraba la primera fortificación, llamada barbacana, rodeada de una fila de estacas de madera sólidamente unidas. Protegía puertas, cabezas de puente o cualquier otro lugar que fuese punto débil. Luego estaba el foso, profundo y lleno de agua, que rodeaba las gruesas y altas murallas de piedra. En lo alto de la muralla estaba el camino de ronda por el que podían circular los soldados o la población sitiada, que desde allí arrojaban proyectiles resguardándose tras las almenas, siendo estas cada uno de los salientes verticales y rectangulares dispuestos a intervalos regulares que coronan los muros perimetrales del castillo. Asimismo, delante de las almenas había galerías con hendiduras desde donde se podía arrojar piedras y agua o aceite hirviendo sobre los enemigos. Estos orificios, igualmente permitían a los soldados transmitir órdenes o apagar las llamas si se prendía fuego a la puerta.
Para entrar en el castillo se atravesaba el foso por un puente levadizo, que estaba sostenido por cadenas y que se alzaba cuando quería interrumpirse la comunicación, cerrando así la entrada. Al pasar el puente se llegaba a la puerta, defendida por un rastrillo de hierro; bastaba dejar caer este para impedir el paso. La entrada estaba flanqueada por dos torres con vigías y soldados; en realidad las torres eran pequeños fortines provistos de víveres y armas como para resistir si caían otras partes del castillo. El paso a través de la puerta de entrada se alargó para aumentar la cantidad de tiempo que un agresor tenía que soportar bajo el fuego en un espacio cerrado sin que apenas pudiera tomar represalias. Para ello se generalizó también el uso de aspilleras, unas aberturas verticales, estrechas y profundas practicadas en las torres para eliminar los ángulos muertos en las fortificaciones y permitir disparar flechas con arcos o bien con ballestas. Tan delgadas ranuras se ensanchaban hacia el interior, de modo que se facilitaba su finalidad y a la vez se protegía al arquero mientras lanzaba los proyectiles. Tras franquear la entrada se llegaba al primer patio, rodeado de construcciones como graneros, bodega, capilla, cocina, caballerizas, corrales, etc. En los grandes castillos, este patio se convertía en un pequeño pueblo cuando se refugiaban los campesinos con sus enseres y animales en caso de guerra.
Luego se pasaba al edificio principal o torreón, que, a veces, estaba circundado por un foso. En el torreón o torre del homenaje vivían el señor y su familia. Allí tenían sus habitaciones y una amplia sala donde se celebraban festines y reuniones. Se encontraba en la posición más abrigada en relación con un posible ataque exterior, de forma que si sucumbiese el resto de las defensas, esta torre proporcionase un último y desesperado refugio, y generalmente es más alta que el resto del conjunto. En los subterráneos se hallaban las prisiones, oscuras y húmedas, e incluso pasadizos secretos de huída reservados a la nobleza; y en la parte más alta del torreón estaba la atalaya, desde donde se vigilaban los alrededores. El interior era rústico y el mobiliario muy simple, y en épocas de paz el castillo era un lugar relativamente tranquilo, con pocos residentes y centrados principalmente en el mantenimiento del edificio.
CASTILLOS FAMOSOS
En la meseta española se construyeron en la Edad Media, especialmente durante la reconquista del territorio ocupado por los musulmanes, numerosos recintos fortificados que terminaron por denominar a toda la región y luego al reino con el nombre de Castilla. Entre ellos se destacan obras tan grandiosas como el castillo de La Mota, en Valladolid, refugio de la reina Isabel la Católica. No menos famosos y espectaculares son el Alcázar de Segovia, que se cree existía ya desde la dominación romana, el de Frías, en Burgos, el de Arévalo, en Ávila, etc. El valle del río Loira, en Francia, es la región donde se conserva gran cantidad de castillos, y allí puede seguirse la evolución de los mismos. Los más antiguos son los de Chinon, Angers, los más modernos, los de Chambord, Villandry, Azay-le-Rideau y Chenonceau. En Gran Bretaña es famoso el castillo de Windsor, residencia de la familia real; en Dinamarca, el de Kronborg, en Elsinor, inmortalizado por Shakespeare en su tragedia Hamlet. Y así podríamos citar otros castillos que aún se conservan como mudos testimonios de la época feudal, a la que proporcionaron su marco característico siendo hoy objetos de orgullo arquitectónico comparables a las catedrales. La invención de las armas de fuego lamentablemente mató a los castillos-fortaleza, pero dio origen a los castillos-palacio, incorporándose a ellos, entre otras características, jardines como elementos ornamentales.