Roma fue fundada en la Edad del Hierro europea, hacia el año 800 a. de C. Reducida al principio a una pequeña aldea a orillas del Tíber, fue creciendo hasta dominar Italia entera y más tarde toda la cuenca del Mediterráneo. Si bien la conquista de Italia duró seis siglos, para someter los restantes territorios Roma necesitó poco más de uno.
En el siglo II a. de C. Roma era una República. La conquista de Italia había llegado a su fin y su dominio se extendía a la península ibérica y África noroccidental. Sus dos rivales, Cartago y Siria, habían sido ya derrotados y únicamente el Estado griego de Macedonia mantenía su actitud de desafío.
El 22 de junio del año 168 a. de C. las legiones romanas consiguieron, tras tres años de campaña infructuosa, obligar a las fuerzas macedonias a librar una batalla a gran escala.
La legendaria falange macedónica quedó destrozada en la localidad griega de Pidna, al pie de la escarpada vertiente del monte Olimpo. Así llegó a su fin el reino de Alejandro Magno, cuyo poder se extendió desde Grecia a la India.
Tras la caída de Macedonia, Roma tomó rehenes de los estados griegos que le habían opuesto resistencia, como garantía de su buena conducta. Entre ellos se encontraba un joven llamado Polibio, originario de Megalópolis, de la Liga Aquea. Afortunadamente para nosotros, no solamente se interesaba por los asuntos militares, sino que pasó sus años de cautiverio junto a Escipión Emiliano, hijo del conquistador de Macedonia. Más tarde lo acompañaría en sus campañas.
Polibio escribió una historia del mundo grecorromano en la que los asuntos militares ocupan un lugar privilegiado. Se le considera uno de los historiadores antiguos más dignos de confianza.
PAULO RECLUTA SU EJÉRCITO
La guerra con Macedonia duraba ya tres años cuando Emilio Paulo fue elegido cónsul, en el año 168 a. de C. y se le encomendó la misión de dar rápido fin a la contienda.
Paulo tenía bajo su mando dos legiones de cinco mil hombres, más un contingente similar proporcionado por las ciudades italianas aliadas de Roma. En total contaba con unos 20.000 soldados de infantería, 2.500 de caballería y unos treinta y cuatro elefantes. Estos animales eran raramente utilizados por Roma, que en esta ocasión los empleó para reforzar a la caballería.
Antes de partir hacia Grecia, Paulo designó a sus oficiales de estado mayor (tribunos), cuya primera tarea consistía en reclutar soldados para sus legiones. En un determinado día del año, los romanos válidos para el servicio militar se reunían en el monte Capitolino, donde los tribunos seleccionaban a los hombres destinados a engrosar las filas.
Igualmente, se enviaban oficiales a las ciudades italianas aliadas, con la misión de reclutar a sus respectivos contingentes. A los nuevos soldados se les asignaba una fecha en la que debían presentarse a sus legiones, tras lo cual eran despachados a su destino.
Al llegar al campamento de Grecia los nuevos reclutas eran encuadrados en sus respectivas centurias. Los más jóvenes y los más débiles eran destinados a la infantería ligera, mientras los que estaban en la flor de la edad engrosaban la infantería pesada y los de mayor edad formaban la retaguardia.
Una vez completadas sus legiones, Paulo pasó a la acción. El ejército macedonio, dirigido por su joven rey Perseo, se encontraba atrincherado cerca del monte Olimpo, en la costa oriental de Grecia. Las comunicaciones con Macedonia, al Norte, eran buenas tanto por tierra como por mar. El anterior cónsul romano no había conseguido arrastrar al enemigo a la batalla.
LOS MACEDONIOS SE VEN FORZADOS A LEVANTAR EL CAMPO
Paulo decidió cortar las comunicaciones de Perseo, para lo cual envió a sus extraordinarii (fuerzas de choque) dando un rodeo, mientras la marina hacía lo propio en el mar. Luego comenzó a hostigar el campamento macedónico. Perseo se convenció de que no podría mantener la posición por mucho tiempo y decidió levantar el campo en la oscuridad, dirigiéndose hacia el Norte.
Al amanecer, las legiones iniciaron la marcha. A media mañana los exploradores informaban al cónsul que se encontraba cerca de las nuevas posiciones macedonias, al nordeste del monte Olimpo. Paulo envió a uno de los tribunos con un pequeño destacamento para que tomara las medidas en un lugar apropiado para acampar. Este encontró una elevación del terreno cerca de un arroyo, a una distancia aproximada de una milla del campamento enemigo. Se despejó una zona de unos ochocientos metros cuadrados y fueron señalados los límites del campamento.
Las tropas llegaron al lugar a mediodía. Los soldados estaban ansiosos de entrar en combate, pero tras una marcha forzada bajo el calor del sol no se hallaban en las mejores condiciones para la lucha, por lo que Paulo decidió atrincherarse. Mientras parte de su ejército vigilaba al enemigo, el resto excavaba las fortificaciones.
LA VICTORIA DE PAULO EN LA BATALLA DE PIDNA
A la mañana siguiente, un soldado de avanzada hizo una salida a la tierra de nadie. Los macedonios, ahora ansiosos por entrar en combate, reunían todas sus fuerzas y avanzaban hacia el campamento romano. Inmediatamente, Paulo envió a la caballería y los velites (unidad de infantería ligera que luchaba al frente de la legión romana) para frenar su marcha. Luego sacó las legiones y las dispuso en orden de batalla. A una señal de las trompetas, la caballería y los velites retrocedieron a sus posiciones y las legiones en masa comenzaron a avanzar.
Al entrar en contacto con el enemigo, los legionarios arrojaron sus pila (jabalinas pesadas), tras lo cual atacaron con sus espadas. Los macedonios dejaron caer sus largas lanzas. Las de la quinta fila se proyectaban más allá de la primera, lo que da idea de su tamaño. Ambos ejércitos chocaron con gran estruendo, al penetrar las lanzas griegas en los escudos romanos, quedando trabados e incapaces de moverse.
La desigual presión a lo largo de la línea, así como las irregularidades del terreno, habían abierto brechas, como siempre, en la falange macedónica. Al observarlo, Paulo dio órdenes a los manípulos (unidad de la legión romana compuesta por un total de ciento sesenta infantes) de que actuaran independientemente, a partir de cuyo momento los centuriones tomaron el mando. Estos aprovecharon la más pequeña brecha para introducir a sus hombres, que hacían estragos con sus espadas en los indefensos flancos de los lanceros. A continuación, la segunda legión lanzó toda su fuerza contra el centro de la línea enemiga, que se estremeció y acabó por ceder, bajo la presión del doble asalto. Los vigorosos lanceros griegos ya no eran sino un estorbo y los legionarios se lanzaron sobre ellos, con su grito de guerra. La batalla se convirtió en una masacre.
Al ponerse el sol, el Olimpo proyectó su larga sombra sobre el campo de batalla y Paulo detuvo la persecución y contó los muertos: poco más de un centenar de romanos por una parte y veinte mil macedonios por la otra.
Tras la batalla de Pidna, Paulo recorrió Grecia en triunfo. En Delfos erigió un monumento de mármol para conmemorar su apabullante victoria. Por su parte, Perseo huyó a la isla de Samotracia, donde fue capturado por la marina romana. De allí fue enviado a Roma, junto con su familia, para figurar en el triunfo del vencedor.